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Monday, January 24, 2005

Caída libre

Eva María Ponce

El sueño comienza a volverse realidad en el camino, cuando luchas contra las ilusiones para no atragantarte con el momento.
Al llegar al aeródromo, lo primero que hacen es darte un breve curso. Las risitas nerviosas no faltan, al igual que las caras de “what”, aunque esas son más por culpa del instructor, un británico que sólo sabe decir en español: perfecto, levanta las piernas, saca la pelvis, ¿cómo estás? Lo básico.
La lección dice: subes al avión, te sujetan al cinturón del instructor, al llegar a la altura adecuada, sacas de la nave los pies, levantas la barbilla, doblas las piernas y te dejas empujar. Son 30 o 35 segundos de caída libre. Luego el instructor abrirá el paracaídas y uno sólo debe disfrutar el paisaje.
El aterrizaje es más complicado. Te recargas en el instructor, levantas las piernas, al rozar la tierra intentas "correr" (difícil acción si vas casi sentada en las piernas del experto) hasta que te diga "alto".
Primero fue necesario buscar un traje adecuado, todo un reto debido a mi compacta complexión. El elegido fue uno amarillo y negro, raspado, remendado y percudido; debieron doblarle las mangas cuatro veces, pero yo me sentía cual caballero recién armado.
Antes de subir a la aeronave, el instructor te sujeta a su arnés, repite los movimientos aprendidos y te deja suspendida, colgando de su cinturón, con las piernas estiradas entre las de él. Un bebé en bambineto desfondado.
Y llega el momento de abordar. Ni abróchense los cinturones ni nada. Te sientas en el piso, frente a unos ojos azules que poco entienden, pero todo ven.
Veinte minutos de tensa emoción. La sonrisa surge cuando ves al instructor colocar los seguros y apretar aún más el cinturón. La puerta se abre y el aire golpea. Te sientas en la orilla de la nave y en una exhalación, ¡eres libre!
Olvidas dónde están el cielo y la tierra, caes, giras rápidamente. Sola, en la nada y frente a todo.
Luego el experto abre el paracaídas, y sin ningún jalón comienzas a flotar. Al jalar una cuerda, giras en un movimiento que primero marea y enseguida disfrutas. Vueltas y más vueltas. Ya se ven animales, carros, gente. El suelo aparece a detalle.
Llegó el gran final. Los cuerpos se alinean al campo de aterrizaje, batallas con el viento. “¿Lista? Levanta las piernas”, oyes decir. La tierra se acerca vertiginosamente. “¡Corre, corre... levántate!”, te gritan. Todo se detiene en un súbito final.
Y luego el abrazo, los agradecimientos, las risas, las ganas locas de gritar, bailar y de nuevo subir al avión y a esas alas de cuerda y tela. Volver a saltar.¡Qué bueno que soy pobre! Porque si no, cambiaría el microbús por un paracaídas

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