Las otras crónicas

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Friday, January 28, 2005

Bye, Candy Candy

Fernando Bravo

UNO
Para Juan no había niña más hermosa en la escuela que Patricia: un mechón de pelo ensortijado surcaba su frente y llegaba casi al borde de sus grandes ojos aceitunados. Pecas y coletas. Jumper y zapatos de correa. Un ángel, pensaba. Toda risas cada mañana, a la entrada de la primaria Mariano Otero. La llamaba en secreto y sin hablarle, Candy White Andrew, igual que el personaje de su caricatura preferida.
Cuando en el recreo ella se abrió paso entre los compañeros del cuarto grado, como un cisne furioso rompiendo el oleaje del estanque, supo que algo importante estaba por suceder.
- Dame mi libro de inglés, Mauricio –suplicaba ella, a punto del llanto, a un niño de quinto año que mantenía el brazo en lo alto.
- ¡Sapo, regrésale su libro! –intervino Juan, alzando la voz.
-¿Y si no?
-¡Qué se lo des, te digo! –casi gritó para hacerse obedecer.
El niño de quinto, temible por su fama de peleonero, bajo de súbito el brazo y le entregó el libro a Patricia.
Y con ojos llameantes lo señaló con el dedo: - A la salida, güey.

DOS
Juan ya no se pudo concentrar en la lección en el resto del turno. Sólo pensaba en la estrategia para salir del atolladero. Planeo decenas de técnicas pugilísticas. Se vio convertido, como en sus caricaturas preferidas, en el rudo Terry Grandchester salvando a la niña pecosa del Hogar de Pony. Se vio salir en hombros, cual Príncipe de la Colina, aclamado por una gran multitud después de un gran combate. Penso en Clark Kent, en Peter Parker y, en el último de los casos, en Supercan, quienes bajo el aspecto débil escondían un as para ganar la partida en defensa de Luisa Lane, Mary Jaen y Dulce Polly Purasangre.
El timbre de salida lo sacó de sus cavilaciones. Era la hora.
Demasiado tarde se dio cuenta por qué a su contrincante le apodaban El Sapo, pues aparte de ojos saltones y labios gruesos tenía una agilidad de batracio: era como los muñecos de plástico que vendían en la feria, los cuales extendían brazos y piernas a un mismo tiempo a través de una bombita de aire.
No tuvo necesidad de aplicar ninguna estrategia. Al pisar apenas el terreno baldío, Mauricio saltó sobre Juan en un remolino de golpes, patadas y cabezazos; se montó materialmente sobre él y le pegó a dos manos en la cara, hasta cansarse.

TRES
Minutos más tarde, con el rostro tumefacto, un ojo casi cerrado y la camisa manchada de sangre, cuando lo peor había pasado, Juan sintió el corazón en llamas al observar en el autobús un saludo de adiós y una sonrisa interminable, envueltos en ese inconfundible halo sacro: Patricia.

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