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Tuesday, January 25, 2005

Entre el viento y las “ramonas”

Eva Ma. Ponce T.
-“¡Ramona, ramona, cuidado con la ramona!”-, era el grito que daba el Bendito desde su privilegiada posición para que bajáramos la cabeza. Y es que a más de uno, distraído en chacotear, ya había recibido un golpe.
El chofer del camión de volteo en el que viajábamos avanzaba lo más rápido que podía rumbo al sitio de reunión, y se olvidaba que los de atrás no íbamos protegidos por las paredes del camión, pues además de su carga humana, transportaba metros y metros de soga que nosotros teníamos como encargo colocar y tensar por toda la ciudad, haciendo una valla por las rutas en las que pasaría el “papa-móvil”.
Nunca quedó más “ad hoc” aquella frase de “cada chango en su mecate”. Así viajábamos, subidos en toneladas de cuerda, sostenidos de las sogas y vigilándonos para evitar que cualquiera cayera, pues cada brazo era indispensable para hacer nuestra labor.
El temor de estrellarnos contra alguna rama (“ramona”, las más grandes) era infinitamente menor que el de subir algún puente, pues la sensación de viajar en la montaña rusa se quedaba corta cuando desde las alturas veíamos hacia abajo, con plena conciencia de que nos sostenía sólo un mecate que ni siquiera estaba amarrado a algo fijo.
El viento nos golpeaba, calando más al miedo que al cuerpo, con millares de focos a nuestros pies, que huían de la luz para encontrar seguridad mientras las gargantas gritaban, algunos ojos se cerraban con fuerza y los más osados abrían los brazos y reían sin parar. Ya en tierra, las voces subían, la tropa respiraba y el camión seguía en su rápido avanzar.
Los 14 tripulantes éramos un salpicado de condiciones unidos por la juventud y las ganas de aventura. Ocho scouts liderados por aquel cuyo nombre fue sustituido por su palabra más exclamada (“¡Bendito!”), dos guapos chicos de la “high” que arrancaban miradas y ocasionales piropos de las más osadas, tres “satelucos” y un paramédico “unido a la causa”.
En el trayecto, hubo que enfrentarse a policías que ningún caso hacían; a un taxista borracho que estampó su unidad contra nuestro camión, dando un tremendo susto a la chica que iba detrás, pues cuando sintió el golpe ella ya estaba en el suelo.
También fue necesario desatorar un camión cuyo travesaño quedó empotrado en un túnel del Viaducto; luchar contra recogedores de basura que competían contra nosotros para quitarnos las cuerdas y esconderlas en sus botes, y cuidarnos de las velas “voladoras” que la gente arrojaba sin más aviso que un sonoro “ahí les van”.
En nuestro loco camino también dormimos en un camellón y remolcamos otro taxi por no darnos cuenta que arrastrábamos un cabo, que se fue a enredar en las llantas del vochito, halado cual esquiador a merced de un lanchero atolondrado, hasta que nuestro chofer se dio cuenta, cortó la cuerda y siguió su carrera, dejando abandonado al infeliz.
Fueron cuatro días de enero de 1999 en los que recorrimos kilómetros y kilómetros, acompañados de cantos, risas, velas, lluvia, frío y los fugaces encuentros con el hombre venido de Roma.

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