Batallas
Fernando Bravo
A Ruth, Sandra, Toño y americanistas.
UNO
Como un buen kamikaze crucé la línea enemiga. Tenía las costillas lastimadas por los codazos y las piernas marcadas de tachones. Podrido de rencor, ahora les haría pagar las afrentas.
Con el esférico cosido a los botines y el sudor perlando mi frente, sonreí
cuando el portero, último reducto, salió a mi encuentro, derrotado y con la desesperación en los ojos.
Dudé en disparar y acabar con su agonía, pero mi venganza tenía que ser completa y ahora jugaría un poco al gato y al ratón antes de darle el zarpazo final. Es la guerra, pensé sin remordimientos.
En ese momento una bengala pegó en su hombro y lo hizo caer en el campo.
Después todo fue confusión. El humo y un flash en la cabeza me nublaron la vista y me hicieron perder el sentido.
DOS
Salí del marasmo ante los gritos de Orteguita y Panchito, que con el suéter
del uniforme amarrado a la cintura me hacían señas de tirar raso y a la izquierda del guardameta, pegado a las mochilas que hacían la función de poste.
Un penalti. El marcador era 2-2.
Sonaba el timbre del fin del recreo cuando enfile al marco para pegarle con todas mis fuerzas a la pelota, pensando ya en las chaparritas y gansitos de premio a la salida de la escuela.
De tantas ganas clavé el empeine en la tierra, tropecé y caí de bruces, chocando la cabeza contra el suelo. Y de vuelta a la inconsciencia, en medio de las risas de mis compañeros.
TRES
Desperté acostado en la camilla. El médico me limpiaba con un algodón y decía: -tranquilo, no te muevas, fue una bengala que no te hizo mayor daño.
Sentí miedo. A ras de campo, el terreno ardía en llamas y desde las gradas llovían más bengalas, monedas y botellas. Miles de rostros enloquecidos de furia gritaban y saltaban.
Sonreí nervioso y cerré los ojos, pensando en un partido infantil de "coladeritas", donde el mayor temor era recibir un gol ya que tenía que quitarme la camisa y enseñar el costillar. Vi las calles lodosas después de las tormentas de junio, media docena de piernas en busca del balón con los zapatos rotos y las calcetas llenas de barro.
Y escuché claramente la voz chillona y débil de Orteguita que, con la autoridad de ser el dueño de la pelota, decía: "quien meta el gol gana, ¿sale?".
A Ruth, Sandra, Toño y americanistas.
UNO
Como un buen kamikaze crucé la línea enemiga. Tenía las costillas lastimadas por los codazos y las piernas marcadas de tachones. Podrido de rencor, ahora les haría pagar las afrentas.
Con el esférico cosido a los botines y el sudor perlando mi frente, sonreí
cuando el portero, último reducto, salió a mi encuentro, derrotado y con la desesperación en los ojos.
Dudé en disparar y acabar con su agonía, pero mi venganza tenía que ser completa y ahora jugaría un poco al gato y al ratón antes de darle el zarpazo final. Es la guerra, pensé sin remordimientos.
En ese momento una bengala pegó en su hombro y lo hizo caer en el campo.
Después todo fue confusión. El humo y un flash en la cabeza me nublaron la vista y me hicieron perder el sentido.
DOS
Salí del marasmo ante los gritos de Orteguita y Panchito, que con el suéter
del uniforme amarrado a la cintura me hacían señas de tirar raso y a la izquierda del guardameta, pegado a las mochilas que hacían la función de poste.
Un penalti. El marcador era 2-2.
Sonaba el timbre del fin del recreo cuando enfile al marco para pegarle con todas mis fuerzas a la pelota, pensando ya en las chaparritas y gansitos de premio a la salida de la escuela.
De tantas ganas clavé el empeine en la tierra, tropecé y caí de bruces, chocando la cabeza contra el suelo. Y de vuelta a la inconsciencia, en medio de las risas de mis compañeros.
TRES
Desperté acostado en la camilla. El médico me limpiaba con un algodón y decía: -tranquilo, no te muevas, fue una bengala que no te hizo mayor daño.
Sentí miedo. A ras de campo, el terreno ardía en llamas y desde las gradas llovían más bengalas, monedas y botellas. Miles de rostros enloquecidos de furia gritaban y saltaban.
Sonreí nervioso y cerré los ojos, pensando en un partido infantil de "coladeritas", donde el mayor temor era recibir un gol ya que tenía que quitarme la camisa y enseñar el costillar. Vi las calles lodosas después de las tormentas de junio, media docena de piernas en busca del balón con los zapatos rotos y las calcetas llenas de barro.
Y escuché claramente la voz chillona y débil de Orteguita que, con la autoridad de ser el dueño de la pelota, decía: "quien meta el gol gana, ¿sale?".
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