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Friday, January 28, 2005

Vida de perros

Fernando Bravo
Irene piensa que no ha nacido en la época adecuada para desarrollar sus metas. Y llora. Yo la miro desde el quicio de la puerta, en el umbral, pegando la cabeza al suelo sin hacer ruido.
La pequeña Irene sostiene con leve ternura la sensación de creerse sola. Ayer cumplió 29 años e insiste en encaminar sus pasos por un laberinto que se bifurca en un sinfín de caminos, con paredes tan altas como infranqueables.
Ella está en su cuarto, recostada boca arriba en su cama y con una idea fija: el delirio de volar tan alto que las personas aparezcan como letras ilegibles, como un pergamino difícil de descifrar.
Puedo oler su tristeza y sentir su miedo cada vez que escucha los reproches familiares por su soltería.
No puedo más y gruño para decirle que yo estoy con ella y que su gracia alcanza los círculos más sensibles de mi corazón.
Ella voltea y con lágrimas en los ojos, se agacha para pasar sus manos por mi pelo. Me mira y aprieta con los dedos mis orejas, en un acto sublime que muero por detener por siempre.
“Irene, suelo pensar en ti a todas horas porque en ello gira mi vida. Irene, la linda Irene. Quisiera huir contigo de esta ciudad sin amanecer”.
Mi mensaje no llega a sus oídos.
Así que salgo corriendo a la calle temblando de rabia. El pavimento hiela mis patas.Busco hundir mis colmillos, como todo fiel can, en la carne de lo primero que se me cruce en el camino.
Pero sólo ladro a la luna y a la fría noche sin estrellas, que me ponen más nostálgico que el mismo demonio, en esta ciudad de corazones solitarios.

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