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Tuesday, May 17, 2005

Matando Canallas

Efraín Salazar Girón

AUNQUE sigue matando canallas con su cañón de futuro y mantiene intacto el sentimiento y la habilidad con la guitarra, Silvio Rodríguez, el gran Silvio, fue la prueba viviente en el Zócalo de la ciudad de México, de que para los seres humanos nada es lo mismo veinte años después.
Y no porque en la noche húmeda del sábado 14 de mayo el recital del trovador cubano hubiera desmerecido por alguna causa imputable a él, sino porque los de entonces ya no somos los mismos y los versos, incluso de Mi Unicornio Azul, resbalaron ligeros por nuestra piel ya no tan sensible ni tan tersa, junto a un hijo de 18 años -jeans y pelo largo-, que se besaba emocionado con una amiga.
Con una plancha de la Plaza de la Constitución colmada de seguidores en una gama que abarcaba de los quince a sesenta añeros y quizá más, Silvio Rodríguez, no obstante su claro liderazgo desplegado bajo el cobijo de Tláloc, según dijo, desafortunadamente mostró también su incapacidad para servir de instrumento y manipular políticamente al monstruo de mil cabezas, como le dicen en Viña del Mar al público exigente.
En un momento dado, el compositor quiso agradecer al gobierno de la ciudad de la esperanza haberlo llevado a ese templete para dar un espectáculo gratuito, luego de que el mismo público había abucheado a una funcionaria menor que se atrevió a subir al escenario para colgar verbalmente la medalla del mérito a autoridades locales encabezadas por el Peje, y apenas pudo dar, con una cuentas palabras, la bienvenida al exponente de la trova cubana.
Silvio Rodríguez, por su parte, apenas pudo referirse a lo dicho por la mensajera del tabasqueño repitiendo que México era sin duda la ciudad de la esperanza, cuando sintió el frío silencio de un público que había recorrido kilómetros para oírlo cantar y hablar de experiencias personales, y hasta permitirle presentar a tres trovadores invitados: al cubano Lázaro García, al mexicano Fernando Delgadillo y al uruguayo Daniel Viglietti, pero nada más.
Fue entonces cuando recuperamos algo del entusiasmo al ver la cerrazón del público para hacerle concesiones incluso al ídolo, autor e intérprete de piezas tan exquisitas como Ojalá, El Papalote, El Matador, y quien al rendir homenaje al mexicano Vicente Garrido, reveló que para él, “Ojos de papel volando”, segundo verso de una estrofa del Son de la Negra, de autor anónimo, es la frase mejor lograda de toda la letra de la música en español.
En ese momento recobraron brillo las luces de las torres de la Catedral a espaldas del escenario, las de Palacio Nacional y el Ayuntamiento, lo mismo que el bullicio de los presentes que bajaba por la calle Madero hasta Bellas Artes y la Alameda Central, junto con el de los vendedores de “periscopios”, plátanos asados, elotes, esquites y algodones dulces de colores.
El corazón se nutrió de momento, aunque ya nada fuera igual escuchando ahora, 20 años después, a un Silvio Rodríguez desaliñado, tocado con una gorra desgastada, camuflaje de la implacable calvicie y enormes lentes donde avanzan las dioptrías.

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