Las otras crónicas

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Monday, January 31, 2005

Chiquita

Fernanado Bravo

Ella es capaz de romper los libros de mi cuarto, quemar uno a uno mis discos y reconstruir mis gustos al siguiente día, como los dibujos a crayola de flores y caballitos verdes en prados amarillos que me regala en días lluviosos cuando no queremos salir al cine o de paseo.
Hoy es uno de esos días.
-“Si me llevas contigo / prometo ser ligera como la brisa / y decirte al oído / secretos que harán brotar tu risa...” –canta para mí, mientras bailamos una melodía de Radio Futura, que la diva de Marlango transforma en una pieza tristísima de voz y tambor.
Tengo que flexionar un poco el cuerpo y poner mi oreja cerca de sus labios.
Ella en puntas, trata de seguir mis movimientos fuera de compás. Divertida, obligada por los pisotones, sube sus pies sobre los míos.
-“Yo tengo un pensamiento vagabundo / voy a seguir tus pasos por el mundo....” –canta.
Termina la música.
-¿Te gusta Radio Futura? –me pregunta.
-Sí, pero prefiero el original al homenaje.
-¿No te gustó entonces el disco que te regalé? –dice ella en un tono conocido de molestia.
-No. Sólo pasa que prefiero las versiones originales –digo tratando de apaciguarla.
-¿Luego entonces no te gustó mi regalo? –insiste.
-Son cosas distintas. Es como preferirte y buscar una versión en tu amiga Leticia que se compró un vestido parecido al tuyo el día de la fiesta –digo, enredándome en la explicación.
-¿Te gusta mi amiga? –dice, mientras me clava su mirada.
-Nooo. Es un ejemplo.
-Pues que malos ejemplos. ¿Sabes, ya tengo que irme?
-Espera. ¿Te enojaste?
No contesta y únicamente chasquea la boca, como cada vez que se enoja conmigo.
-Deja y te acompaño.
-Trec –dice.
-Ya ves que estás enojada.
-Trec.... Trec...
-Perdona, no era mi intención.
-Trec... Trec... Trec... –chasquea más fuerte, levantando la cara.
Llueve ligeramente. Rechaza el paraguas. La dejo en la puerta del camión.
-Te llamo mañana.
-Trec... –responde.
Durante el camino de regreso, no se por qué la imagino como a mi sobrina Valeria, con sus tres años de juegos, construyendo cazuelitas de lodo y estampando sus palmas en la pared. Yo reprendiéndola y ella defendiéndose como “Vale”: -No me regañes, ¿no ves que estoy chiquita? Y al final también tendré que tomarla de los brazos y darle vueltas y vueltas, riendo de mi limitada lógica y mi enorme cariño por ella, en un paisaje pintado a lodo y crayola.

Friday, January 28, 2005

Zambombazo

Fernando Bravo

Mediodía dominical. El Sol caía a plomo. Corría el minuto 90 del segundo tiempo, “El Panzas” dribló al defensa en el área grande y con un quiebre de cintura dejó sembrado al segundo defensor para enfilarse solitario al arco del “Che Sonrisas”, quien con la boca seca y el corazón oprimido imaginaba ya un desenlace inmerecido por la dura batalla: 5 mil 400 intensos segundos de jaloneos, zancadillas, mentadas y el deseo mutuo de ver humillado a su eterno rival: Chivas-Rosario.
Cuando el temible delantero del Real San Lorenzo, “El Panzas”, apretó los dientes y disparó con todas sus fuerzas, el tiempo se detuvo durante un largo segundo.
Las gradas repletas de ruido y sudor callaron por completo. Los bebedores se afianzaron a sus respectivas “cheves bien elásticas”. El vendedor de chitos, cacahuates enchilados y huevos duros hizo oídos sordos a la petición infantil: “deme dos pesos de pepitas peladas”. La vendimia de raspados paró y los jarabes de sabores cesaron de bailar dentro de las botellas de vidrio al ritmo de los empujones del metal sobre el hielo. Los pájaros se petrificaron en el vuelo. Las decenas de pares de zapatos y tenis que colgaban de los cables dejaron de balancearse al viento. El director técnico visitante quedó con las manos entre los cabellos lustrosos y la camiseta insuficiente para su inmensa barriga.
El “Che Sonrisas” se percató de todo y en cámara lenta se arrojó hacia delante y hacia ninguna parte, más por inercia, y para después no recibir ninguna recriminación, que por detener el disparo, pero con tan buena suerte que con la punta del pie izquierdo mató el viaje del esférico, el cual quedó girando en su propio eje y se mantuvo justo en la línea de su aún imbatida meta.
El arquero se rehizo y se puso de pie, sólo para observar cómo el mundo se le escapaba: tres delanteros iban a la caza de la gloria.
Sin pensarlo más y olvidándose del balón, soltó el brazo y conectó un limpio derechazo a la mandíbula del “Bull”, quien como fardo cayó mordiendo literalmente el polvo.
Los otros dos se pararon en seco y el “Che Sonrisas” ensayó sus mejores pasos para esquivarlos, tirar una patada y luego sentir una punzada en la frente.
Antes de un segundo flash lacerante y perder el sentido, vio desgranarse las tribunas como una mazorca y musitó: ¡pero no nos metieron gol!

Vida de perros

Fernando Bravo
Irene piensa que no ha nacido en la época adecuada para desarrollar sus metas. Y llora. Yo la miro desde el quicio de la puerta, en el umbral, pegando la cabeza al suelo sin hacer ruido.
La pequeña Irene sostiene con leve ternura la sensación de creerse sola. Ayer cumplió 29 años e insiste en encaminar sus pasos por un laberinto que se bifurca en un sinfín de caminos, con paredes tan altas como infranqueables.
Ella está en su cuarto, recostada boca arriba en su cama y con una idea fija: el delirio de volar tan alto que las personas aparezcan como letras ilegibles, como un pergamino difícil de descifrar.
Puedo oler su tristeza y sentir su miedo cada vez que escucha los reproches familiares por su soltería.
No puedo más y gruño para decirle que yo estoy con ella y que su gracia alcanza los círculos más sensibles de mi corazón.
Ella voltea y con lágrimas en los ojos, se agacha para pasar sus manos por mi pelo. Me mira y aprieta con los dedos mis orejas, en un acto sublime que muero por detener por siempre.
“Irene, suelo pensar en ti a todas horas porque en ello gira mi vida. Irene, la linda Irene. Quisiera huir contigo de esta ciudad sin amanecer”.
Mi mensaje no llega a sus oídos.
Así que salgo corriendo a la calle temblando de rabia. El pavimento hiela mis patas.Busco hundir mis colmillos, como todo fiel can, en la carne de lo primero que se me cruce en el camino.
Pero sólo ladro a la luna y a la fría noche sin estrellas, que me ponen más nostálgico que el mismo demonio, en esta ciudad de corazones solitarios.

Unicornio

Fernando Bravo

Tirados bocarriba en el pasto, observamos el cielo recortado por el mural de la Biblioteca Central.
Las nubes pasan y se pierden. Un par de golondrinas juegan y sobrevuelan a escasos centímetros de nosotros.
-Anoche soñé con un unicornio. ¿Sabes cómo se caza un unicornio? -dice Irene, recostada en mi brazo y dándome golpecitos en el pecho.
-No sé –digo, lamiendo tres granitos de azúcar de su mejilla, huellas visibles del desayuno.
-¿Qué haces?
-Nada, sólo quería probar a qué sabías y eres un dulce.
-Loco... Con una virgen a mitad del bosque.
-¿El qué?
-¡Los unicornios! Así se cazan. Con una doncella virgen de pechos descubiertos a mitad del bosque. El unicornio llega, se tiende a su regazo y es atrapado.
-Entiendo. ¿Pero para qué querrías un unicornio? No sabrías donde tenerlo ni qué darle de comer. ¿Qué comen los unicornios?
-No sé. Supongo que cebada y terrones de azúcar –dice contrariada.
-Está bien –digo-. ¿Irías conmigo a cazar unicornios?
-No podría –responde Irene, sonrojándose.
-¿Por qué? –insisto-. ¿No acabas de decir que querías uno?
-No seas tonto. No podría y punto. ¿Tú quieres uno?
-No. Era para ti. Yo prefiero los dragones.
-¿Seguro que prefieres los dragones a los unicornios? –dice, poniéndose de repente muy solemne.
-No. Te prefiero a ti –digo sin titubear, sabiendo que me sería imposible no amar a una mujer que se llamara Irene, o Salomé.
Ella me abraza y hace cosquillas con su estilizado flequillo.
Caigo en la cuenta de su belleza y en que he acertado en la respuesta, lo que me pone un poco nervioso, así que decido jugar al cíclope de Rayuela. Acerco mi cara a la suya, nariz con nariz, y ya está, veo aparecer al cíclope más lindo del mundo.
-¿Y sabes cómo se casan los dragones? -digo, sin despegar mi rostro de su rostro.
-No. Dime.
-No se casan. Nada más viven juntos.
-¡Eres un tonto! ¡Me quieres tomar el pelo! –dice.
Ríe y hace desaparecer en un santiamén al cíclope, para acurrucarse en mi costado como la costilla perfecta que Adán siempre quiso tener.

Regreso a clases

Fernando Bravo
Sebastián recargó la cabeza sobre las revistas que hace unas horas leyera. Apretó la mandíbula y suspiró, dejando a un lado cualquier congestión mental. Tenía entre los dedos cierto resquemor que le hizo frotar pulgar e índice, produciendo un chasquido. Se levantó del sillón, corrió las cortinas de la ventana y abrió totalmente las hojas.
De cara a la noche, en el segundo piso de su casa, Sebastián estaba nervioso e inquieto por el inicio del ciclo escolar.
La calle lucía desierta, miró su reloj, eran las 4 de la mañana y el sonido de una canción mezclada con los ladridos de los perros apenas era audible.
-Es precisa una salida –se dijo a sí mismo Sebastián.
Todo en silencio.
-Es necesaria –volvió a decirse, asido a una convicción más férrea.
Y de un salto, como un buen atleta, libró las ventanas para volar al infinito.
En medio de un sinnúmero de dudas, él elevándose y la noche ocupándolo hasta los huesos, la revelación llegó. “Cierto que me aterra cortar mis vacaciones y odio las aulas, pero esto resulta francamente descabellado”.
Y a escasos minutos de vuelo giró rápido el cuerpo y gritó con todas sus fuerzas. Fue suficiente, la inesperada violencia de Sebastián rompió el terrible encanto del sueño. Una pesadilla.
Totalmente excitado, abatido, aflojó el cuerpo y se acomodó bien en el sillón. Observó el cuarto, la mesa de trabajo y las revistas esparcidas frente a sus ojos.
Había que serenarse.
Sebastián recargó la cabeza sobre las revistas que hace unas horas leyera. Apretó la mandíbula y suspiró, dejando a un lado cualquier congestión mental.
No pudo reprimir una mueca de asombro al mirar que eran las 4 de la mañana y sentir cierto resquemor entre los dedos que le hizo frotar pulgar e índice, produciendo un familiar chasquido.

Pasos

Fernando Bravo

Juan cruza el cementerio con el corazón encogido. Temeroso y atento a cualquier movimiento. Tres minutos para la medianoche, observa en su reloj.
Vino a visitar la tumba de su padre, muerto hace un año.
Trajo consigo una botella de tequila para brindar y platicar con él las miles de cosas que en vida no pudo hacer.
Borracho, se quedó dormido. Y ahora busca la salida.
Las lapidas brillan. El viento frío se cuela entre sus piernas.
Adelante, a 20 metros, observa con alivio a un hombrecillo de gabán azul y sombrero.
Suspira. Acelera el paso, lo alcanza y saluda:
-Buenas noches.
-Buenas –responde el viejo, con una sonrisa chimuela, que le da un aspecto amigable.
-¿Sabe por dónde es la salida?
-Claro, por supuesto. Aquí derecho, mire. Precisamente voy para allá –dice con timidez el viejo.
-¿Puedo acompañarlo? –dice Juan cada vez más dueño de la situación.
-Sí pues. Vamos.
Caminan en silencio durante varios minutos.
-Oiga -dice Juan para romper el silencio que cala los oídos-, y a usted no le da miedo andar entre las tumbas a esta hora.
-Ahora ya no –responde el viejo, en franco jugueteo-. Pero cuando estaba vivo, sí.
Y desaparece entre el polvo que sus pasos han levantado a la luz de la luna

Miradas

Fernando Bravo

Viernes. Fin de quincena. Llegamos al lugar pasadas las 2 de la mañana.
Luce atestado. Las mesas para enanos y tan juntas están casi todas ocupadas y aquello asemeja a un concierto en Ciudad Universitaria en unas islas de 6x8 metros.
La nostalagia pura se extiende en el tapizado (Manhattan de los años 60), en el personal (greñas hippies en calvas vetustas), en la música (Boston, Creedence, Kansas, Cream) y en los turistas de siempre, de antes y de hoy (yo), tan en busca de ver, antes que disfrutar, y atrapar la nueva experiencia en una imagen fotográfica que al otro día se presumirá a los amigos de la oficina.
-Tiene mucho que no vengo -dice nuestro anfitrión.
-Ya -digo, y me instalo en mi asiento, mientras una pelirroja de ojos grises me observa y sonríe.
Apocado, sonrío también.
La chica, de acento sudamericano, charla con una amiga.
Es uruguaya, pienso, mientras poco a poco voy sintiéndome un Don Juan.
Durante media hora, cada vez que volteo ella me mira. Sonrío y ella sonríe.
A punto de animarme a sacarla a bailar, su acompañante se acerca y me dice al oído:
-No sigas. Mi amiga padece astigmatismo y miopía. Perdió sus lentes, por eso debe enfocar con insistencia la mirada para distinguir lo que ve.
-Ya -digo, y me paro a invitarla.
-¿Cómo te llamas? ¿Bailamos?
-¡Qué te importa! ¡No!
-Ya -digo y me siento, para después sentarme.
Con un humor de los mil diablos y el orgullo herido, me despido de mis amigos y salgo a la calle. Y ellos tras de mí.
-Vámonos, pues -dicen a mi espalda, sin mencionar el incidente.
Y en la esquina, muy al estilo eduardocasariano, saco una taza imaginaria y la dejo caer para que se rompa. Y acto seguido, cada quien toma camino a su respectiva casa.

La cena

Fernando Bravo

La maestra Rosalba convocó a los padres de familia a presenciar el examen oral de fin de mes de sus alumnos de primer grado.
Los niños miraban nerviosos a sus padres.
Rosalba, para descargar la tensión creada, hizo un ejercicio general antes del individual.
-La pe y la a.
-Pa -dijeron los infantes.
-La ele y la e.
-Le.
-La te y la a.
-Ta.
-¿Qué dice?
-Pa-le-ta -gritaron al unísono los niños.
Estaba todo listo. Uno a uno pasaron al pizarrón.
Tomar el primer grado siempre fue el sueño de Rosalba desde que aún estaba en la Normal Superior. Formar, moldear, dar las primeras enseñanzas.
Satisfecha, llamó a Cecilia, la niña más tímida del salón.
-La pe y la a.
-Pa.
-La ve y la o.
-...
-¿Cómo dice?
Cecilia miraba hacia arriba sin decir palabra, deseando estar en otra parte o encontrar la respuesta en el techo, y evitando encontrarse a toda costa con los ojos inquisidores de sus padres.
Cuando quiso ayudar y dar una referencia, la maestra Rosalba supo que era demasiado tarde para sonrojarse y pedir disculpas.
-Lo que cenaste en Navidad -dijo la maestra.
Cecilia sintió que el mundo coincidía otra vez con ella. No lo pensó dos veces. Con la seguridad sonriente que sólo da la niñez, respondió de inmediato y en voz alta para que todos la pudieran oír:
-¡Fri-jo-les!

Goliat y David

Fernando Bravo

Todas las madrugadas él estaba allí, al acecho, agazapado entre la larga fila de autos estacionados. Aunque David no lo viera sabía que estaba esperando, escondido.
Los coches le servían de parapeto para sus tropelías.
La primera vez casi se le salió el corazón por la boca al escuchar los ladridos de Goliat a un metro detrás de sí.
-¡Maldito perro. Sáquese! -gritó desesperado, en busca de una piedra jamás hallada en el momento indicado.
El animal, negro y de mediana estatura, lo seguía durante un trayecto de diez metros y se regresaba siempre al descubierto y a mitad de la calle, contoneándose de un lado a otro, con una especie de sonrisa en el hocico.
Casi todos los días era lo mismo. Y aunque David sabía la historia, a veces se le olvidaba. Somnoliento aún y con prisa era una presa fácil.
-¡Goliat, Goliat, quieto! -era el grito del amo cuando éste estaba afuera.
A veces David se proveía de piedras en las bolsas de la chamarra. Pero nunca logró atinarle por la dificultad de los autos estacionados. Además el animal se cuidaba mejor, adelantándose a sus aviesas intenciones.
Tras el susto y el enojo momentáneo imaginaba un escarmiento ejemplar, pero a los siguientes minutos se le olvidaba con el trajín cotidiano.
Una mañana de día feriado salió más tarde que de costumbre y al pasar la calle, vio a Goliat dar vuelta en la esquina, rumbo al callejón.
Era la oportunidad, así que corrió detrás de él, buscó en las jardineras y halló dos grandes piedras del tamaño de su mano.
Goliat estaba en inmejorable posición, de espaldas, olisqueaba sobras de comida en un rincón del callejón.
David tiró con todas las fuerzas a Goliat, la piedra pegó a diez centímetros de su cabeza y se rompió en la pared.
El animal no corrió, sino se quedó en el mismo sitio, el hocico pegado al suelo junto a las patas delanteras. Y moviendo la cola se puso patas arriba para orinarse del miedo.
David no se animó a arrojarle la otra piedra.
El perro se levantó y se fue con el rabo entre las piernas.
Desde ese día ya no fue lo mismo.
Ahora cada madrugada, en cada encuentro, Goliat sólo observa y se da la media vuelta, con la cabeza y los ojos agachados... al igual que David.

Dragones

FERNANDO BRAVO

UNO
Abre un ojo a ras del piso. Decenas de piernas cruzan frente a sus narices. Es ya de día y el sol le provoca una fuerte comezón a lo largo de su brazo áspero de reptil. Con furia se levanta y sacude el cuerpo lleno de polvo. La gente se aparta. Lo mira con recelo.
Se rasca la cabeza sumergiendo los dedos entre los pelos de alambre. Con las mejillas tan negras como el carbón y la lengua enmarañada, bosteza y se despereza.
En medio de la avenida y frente a los automovilistas, con el rojo del semáforo como señal, su compañero escupe fuego. Se llena la boca de combustible, acerca los labios a una tea y sopla con fuerza.
Arde la calle.
-¡Orale Juan! ¡No te acabes la gasolina! –grita.
-Ya ni la haces. Es bien tarde.
-Sí, pero es que anoche no podía dormir.
-Pues no es mi problema.
-No, pero ya desperté.
Y se intercambian lugares.

DOS
Recorre el vagón del metro, arrastrando un pie. Extiende un bulto con vidrios y se quita la camisa.
-Soy un chavo de la calle. Duermo en una coladera y necesito dinero para comprar un pan o un litro de leche. Prefiero hacer esto a arrebatarle su bolsa o quitarle su cartera, como muchos lo hacen –dice, mientras se acuesta en los vidrios una y otra vez.
Los usuarios fingen ignorarlo. Unos dormitan, otros miran las ventanillas.
Termina su acto, se pone la camisa y continúa con su discurso.
-Un consejo de amigos, si tienen hijos quiéranlos mucho –dice.
Y vuelve a recorrer el vagón.
-Con lo que guste cooperar, con lo que guste cooperar.
Ninguna moneda es depositada en su mano.
Con fuerza golpea la puerta antes de salir. Todos voltean, mientras él flexiona el brazo, maldice y lanza llamas por los ojos.

El círculo de baba

Fernando Bravo

Plaza Hidalgo. Coyoacán. Sonia y Sebastián entran a cenar al lugar para celebrar su primer año de casados.
-Yo soy poeta -dijo el joven flaco de los huaraches, parándose frente a su mesa y extendiendo un cuadernillo rústico-. Y vendo mis poemas para vivir.
Sonia, maravillada, sonrió al visitante desgarbado, de morral y barba crecida, lo que puso furioso a Sebastián.
-Pues yo soy albañil y no ando ofreciendo mis colados a las parejas que quieren un poco de intimidad durante la cena –dijo.
-No seas grosero, cariño. Anda cómprame uno, recuerda que yo también escribía poesía –dijo Sonia.
-¿En serio también eres poetisa? –se interesó el barbado-. Pues entonces somos colegas. Mira, te regalo uno.
Extendió el brazo y le entregó el folleto.
-Al final trae mi correo electrónico, escríbeme y podemos intercambiar poemas –dijo y se retiró, sin mirar a Sebastián.
-Bah, ¡qué ganas de importunar! Lo que debiera es ponerse a trabajar.
-Ya cálmate. No empieces con tus celos inútiles, recuerda que es nuestro aniversario.
Ella hojeó el legajo y leyó en voz alta un poema sobre un sapo que escupía una saliva mortal para encerrar a una serpiente; uno encarnaba lo viejo y el otro lo nuevo con cada cambio de piel, en una especie de nuevo nacimiento.
-Es lindo y enigmático, ¿no? –dijo ella.
-Bueno. Es una perogrullada mal escrita. Pero al parecer a ti te impacto más por el porte inglés del autor. Y seguro le escribirás mañana por internet para que te lo explique, ¿no?
-No seas envidioso y celoso, sabes que no lo haré. Sólo pasa que me recuerda cuando en la facultad escribía y quería también publicar mi poesía.
-Ajá.
El mesero trajo la cena y comieron en silencio.
Sebastián no dejó de pensar en el incidente. Sonia, para acabar los resquicios de enojo, al final le dijo que lo amaba y le entregó el poemario.
El la abrazó amorosamente, tomó el folleto, lo arrugó y, odiándose una vez más, trazó lo que a partir de allí llamaría “un círculo de baba”.

Bye, Candy Candy

Fernando Bravo

UNO
Para Juan no había niña más hermosa en la escuela que Patricia: un mechón de pelo ensortijado surcaba su frente y llegaba casi al borde de sus grandes ojos aceitunados. Pecas y coletas. Jumper y zapatos de correa. Un ángel, pensaba. Toda risas cada mañana, a la entrada de la primaria Mariano Otero. La llamaba en secreto y sin hablarle, Candy White Andrew, igual que el personaje de su caricatura preferida.
Cuando en el recreo ella se abrió paso entre los compañeros del cuarto grado, como un cisne furioso rompiendo el oleaje del estanque, supo que algo importante estaba por suceder.
- Dame mi libro de inglés, Mauricio –suplicaba ella, a punto del llanto, a un niño de quinto año que mantenía el brazo en lo alto.
- ¡Sapo, regrésale su libro! –intervino Juan, alzando la voz.
-¿Y si no?
-¡Qué se lo des, te digo! –casi gritó para hacerse obedecer.
El niño de quinto, temible por su fama de peleonero, bajo de súbito el brazo y le entregó el libro a Patricia.
Y con ojos llameantes lo señaló con el dedo: - A la salida, güey.

DOS
Juan ya no se pudo concentrar en la lección en el resto del turno. Sólo pensaba en la estrategia para salir del atolladero. Planeo decenas de técnicas pugilísticas. Se vio convertido, como en sus caricaturas preferidas, en el rudo Terry Grandchester salvando a la niña pecosa del Hogar de Pony. Se vio salir en hombros, cual Príncipe de la Colina, aclamado por una gran multitud después de un gran combate. Penso en Clark Kent, en Peter Parker y, en el último de los casos, en Supercan, quienes bajo el aspecto débil escondían un as para ganar la partida en defensa de Luisa Lane, Mary Jaen y Dulce Polly Purasangre.
El timbre de salida lo sacó de sus cavilaciones. Era la hora.
Demasiado tarde se dio cuenta por qué a su contrincante le apodaban El Sapo, pues aparte de ojos saltones y labios gruesos tenía una agilidad de batracio: era como los muñecos de plástico que vendían en la feria, los cuales extendían brazos y piernas a un mismo tiempo a través de una bombita de aire.
No tuvo necesidad de aplicar ninguna estrategia. Al pisar apenas el terreno baldío, Mauricio saltó sobre Juan en un remolino de golpes, patadas y cabezazos; se montó materialmente sobre él y le pegó a dos manos en la cara, hasta cansarse.

TRES
Minutos más tarde, con el rostro tumefacto, un ojo casi cerrado y la camisa manchada de sangre, cuando lo peor había pasado, Juan sintió el corazón en llamas al observar en el autobús un saludo de adiós y una sonrisa interminable, envueltos en ese inconfundible halo sacro: Patricia.

Thursday, January 27, 2005

Angeles y demonios: un sueño

Fernando Bravo
Desperté. Vi una luz y salí. Mis manos y mi ropa escurren lodo. El sol se esconde. El cielo, rojo. Olfateo, huele a hierba fresca.
Rememoro la noche anterior: ella y yo peleamos a gritos sin una razón aparente. Mejor dicho, por un motivo absurdo.
Ella es un ángel frágil e inquieto sin lugar fijo de residencia, yo un caracol con mis miedos a la espalda. Los dos con afición a la fiesta y al estruendo, como si quisiéramos con ello extraerle el zumo a esta vida.
Le he dicho con el corazón en la mano: no me dejes nunca, que yo tampoco lo haré.
Y a la primera ella se quiebra, y yo sólo dejo que lo haga, para quebrarme después.
Ahora soy un rey sin corona, con la boca amarga, con los dientes rotos.
Es cuando sucede: desde lo alto de los árboles un arcángel desciende. Sus manos me abren el pecho y mis costillas crujen.
Y antes de perder la conciencia veo como de mis entrañas salen mil demonios de negro plumaje, que vuelan con torpeza y se pierden en este cielo cada vez más rojo donde ella no está.

Segundo Piso incompleto

Efraín Salazar Girón

Ya íbamos a la altura de Chapultepec por el Periférico, hacia el sur, y ni rastro del bendito segundo piso. La “obra más importante” del sexenio que tan orondo había inaugurado López Obrador el domingo para los peatones y a partir del lunes para los automovilistas. A mi ya se me hacía que era puro cuento, como todo lo que anuncian los políticos. En eso estábamos cuando por la radio escuchamos que el mentado segundo piso, que costó un madral de lana a los contribuyentes, corre nada más de San Antonio a San Jerónimo.... Casi se la miento. ¿Y el resto del kilometraje qué? pregunté ¿Cómo lo llaman segundo piso de un todo, si sólo cubre una porción? ¿Así harán las cosas en Macuspana? ¿Le llamarán pavimentación de una calle cuando la dejan a la tercera o cuarta parte con pavimento? Ya se me hacía que había gato encerrado y que todo es parte del compló de López Obrador en su carrera hacia Los Pinos. En su afán por alimentar puntaje en las encuestas. Por eso luego luego anunció -el mismo domingo-, que seguirían las obras, aunque la fracción del segundo piso ni siquiera está terminada al detalle. Todo es con el fin de mantenerse en las primeras planas y por eso incluso promueve el asunto de desafuero, por la denuncia de desacato en el caso del predio El Encino. Quiere que lo crucifiquen antes de Semana Santa, como si de veras fuera el Mesías del que hablaba Fox. Pero al parecer algunos de sus adversarios ya se dieron cuenta y cuando menos en el PRI están tomando distancia del tema. Por eso, ahora que la diputación priísta que pastorea Emilio Chuayffet, tendrá su reunión plenaria en Cancún, ni siquiera abordarán el desafuero para no engordarle el caldo al tabasqueño. Y eso platicábamos cuando Pedro dijo: quién fuera diputado para irse a dorar la epidermis en el Caribe y no estar aquí padeciendo el tránsito en un periférico sin segundo piso completo. Por cierto, dijo Víctor, en Cancún y en todo Quintana Roo habrá elecciones el próximo seis de febrero y tras las acusaciones de malos manejos en Cancún contra Juan Ignacio García Zalvidea, postulado hoy por el PRD a gobernador, en Benito Juárez podría ganar el Ayuntamiento el priísta Francisco Alor...... Todo es posible, respondió Irene, cuando ya en terrenos de Mixcoac, en las entrañas del segundo piso, constatábamos que ahora si será difícil decir que alguien tiene más salidas que el Periférico.

Tuesday, January 25, 2005

Sonrisas papales

Eva Ma. Ponce T.
No eras su pelo rubio, sus grandes ojos azules ni esa forma de hablar interminable, que al comenzar era entretenida y divertida, pero que terminaba por cansar hasta al más paciente. No. Lo que en verdad era esa enorme sonrisa que iluminaba su rostro y las vidas de quienes lo rodeaban.
Su cálida sonrisa, que incluso lo llevo a alguna que otra portada de revista, no era su única cualidad. Igual corría a los brazos de cualquiera que lo llamara, ya fuera el vecino, su abuela o el policía del barrio, que a un total desconocido a mitad de la calle, lo cual era un verdadero tormento para sus padres.
Un día se echó a correr en pleno centro comercial. Su pobre madre lo buscó desesperada y acudió a un gerente, que ordenó que vocearan su nombre a través del equipo de sonido del lugar. Finalmente lo hallaron. Estaba sentando junto a una caja registradora, rodeada por unas seis vendedoras que le hacían mimos y reían con el niño.
Ninguna había pensado en la madre, que angustiada lo buscaba pensando que lo habían secuestrado ya. Desde luego que las chicas fueron regañadas por su jefe. Y seguro que el niño quisiera repetir la escena cuando tuviera unos 24 años.
El pequeño también asombraba por su brillantez. Hacía sufrir a sus maestros con preguntas por demás profundas, sobre todo en asuntos religiosos.
Un día, en clase, cuando alguien preguntó a los chicos qué querían ser de grandes; muy ufano, respondió con esa verborrea clásica en él: yo voy a ser sacerdote, para luego ser obispo, después cardenal y finalmente Papa, y los bendeciré a todos ustedes. Dios estará en mí y yo en Él… Eso es lo que quiero: estar con Dios.
Las caras de anonadamiento de todos fueron inmediatas. ¿Cómo podía competir el que quería ser bombero, doctor o astronauta contra un Pontífice?Finalmente el tiempo pasó, los sueños religiosos pasaron y quedó esa sonrisa que con el tiempo se fue haciendo menos abierta, aunque aún contagiosa.

Guarradas

Eva Ma. Ponce T.
Ella creía haber oído los más dulces piropos y las guarradas más grandes a su paso por las calles de México. Alguna vez que se reunieron las amigas, comentaban lo más bonito y lo más odioso que les habían gritado.
La recurrente “mamacita” era catalogada como de las palabras más vulgares y molestas, pero finalmente inofensiva. Alguna contaba que un día, subiendo las escaleras para entrar a una estación del Metro, un chico que descendía se le puso enfrente, impidiéndole el paso, y casi le grito “nunca había visto una mujer más hermosa en el mundo”.
Aquella odiaba a su hermana cuando relataba que un día, mientras caminaba por la Zona Rosa, un gringo negro, gordo, inmenso, le gritó en inglés que quería llevarla a la cama en ese momento.
Desde luego ella se puso roja, pero a la que enseguida quiso asesinar fue a su hermana, que al oír semejante comentario se paralizó, miró al extranjero y soltó la risa. Mientras una se moría de vergüenza e intentaba salir corriendo, la otra daba tales carcajadas que le impedían dar un paso.
Ella tuvo que llevarse casi a rastras a su hermana, mientras la otra sólo exclamaba: “Caray, a mí nunca me han propuesto eso”.
El colmo fue cuando otra de las jóvenes llegó furiosa a su casa y comentó que un taxista le había gritado “Sabrosura, quién fuera aguacate para embarrarse en tus tortitas”, a lo que otra chica respondió con un suspiro, mientras susurraba “Como a ti no te han gritado ¡inteensaaaaa!”
El remate, sin embargo, lo dio una chica que con toda franqueza reveló: “Cuando me siento deprimida, el mejor remedio que he encontrado para ver la vida de otro color es caminar frente a una construcción. No saben cuánto me levantan los chiflidos y las guarradas de los albañiles. Nada como un recordatorio de que soy mujer para sentirme guapa, sexy y arrebatadora”.

La Parca

EVA MA. PONCE T.
Su llegada a la sede de la Cruz Roja en Polanco fue inadvertida, como la de casi todas la personas que se acercaron para brindar su ayuda en ese sitio, acondicionado como centro de acopio para los damnificados del huracán “Paulina”.
Las incontables horas que los voluntarios trabajaron unidos para recibir, acomodar, empacar y subir a los camiones las donaciones que gente solidaria llevaba, provocó que muchos de ellos hicieran amistad y, como siempre, terminaran llamándose por apodos, casi todos surgidos a la hora de la comida o durante los breves periodos de descanso.
Pero en su caso no fue así; él simplemente se presentó como “La Parca” y fue después de muchos días y muchas pláticas que se supo su verdadero nombre: Javier. De aspecto taciturno, educado con las chicas y bastante “llevado” con los jóvenes, bien pudo haber pasado como uno más.
Pero hubo un detalle que lo hizo destacar en el grupo: su inagotable disposición al trabajo. Era muy difícil verlo buscando novia, como ocurrió con muchos otros voluntarios, entre los que incluso hubo quienes terminaron casados y escogiendo el nombre de Paulina para su primera hija, en recuerdo del fenómeno meteorológico que les hizo conocerse.
“La Parca” comió, durmió, jugó, trabajó y fue al baño en esas instalaciones durante las poco más de cinco semanas que permaneció abierto el centro, en aquel 1997.
Los voluntarios creyeron que no volvería después de que un montacargas le rompiera un hueso de la pierna izquierda, pero el chico se buscó una actividad que le permitiera continuar ayudando... hasta que se rompió el brazo derecho.
Y aún así, su espíritu de servicio le hizo continuar, aunque sólo fuera inventariando lo que se subía a los tráileres.
Un buen día, sin embargo, “La Parca” se fue con la misma intempestividad con la que aquella figura que su apodo aludía aparece en la vida de los hombres.

Un tractor a mil

Eva Ma. Ponce T.
Teresa era muy especial, no sólo por su enorme tamaño y su fornida complexión, sino también por esa forma de ver la vida tan campechana. Aunque debiera decir tan cubana, pues la alegría y entereza de la gente de la isla caribeña la heredó de sus padres, refugiados en México.
Desde lejos se le podía ver llegar, pues su cuerpo parecía un tractor avanzando a mil por hora y revolviendo el ambiente a su paso. Su voz era estruendosa, sobre todo porque casi siempre iba acompañada de las risas de sus compañeras, o de los gritos de los adultos que intentaban controlarla.
Un buen día llegó al centro de reunión sobándose una pierna. “Me acaban de atropellar”, nos dijo. Todas corrimos a ver qué le había pasado pero ella, flemática, sólo señaló: “allá afuera está el coche, todavía no se va”.
Al salir vimos a un pobre hombre, asustado y tembloroso, subido en su sedán blanco intentando avanzar. El golpe fue cerca de la llanta, que quedó chueca y difícilmente podía girar. Teresa sólo tuvo un moretón.
Otro día contó que la habían tratado de asaltar en la calle, cuando caminaba cerca de su casa. Ella llevaba una botella de refresco, de aquel tamaño familiar de vidrio verde, en cada mano. Y según sus palabras, se le acercó un “sotaco” que, amenazándola con un cuchillo, le dijo el clásico “dame todo lo que tengas”.
Ella, muy obediente, le dio lo que traía. Le reventó en la cabeza las dos botellas de refresco y se echó a correr. Cuando volteó, vio al frustrado asaltante tirado en el suelo, sobándose la cabeza.

Confusiones de microbús

Eva Ma. Ponce T
Mira esa güerita, seguro que no es mexicana –señaló disimuladamente un chico recién salido de la adolescencia a su compañero de asiento.
Claro que no es mexicana, nada más mírala. Además, ninguna mujer como ella se atrevería a atravesar la ciudad en un microbús a las 12 de la noche. Seguro que ni sabe a lo que se expone, respondió su amigo mientras no dejaba de ver a aquella chica.
Sí, segurito que ni hablar español sabe. Así no se enterará si le digo que está re guapa, la condenada.
¡Ajá!, ¿y qué le dirías? Seguro que no te atreves a decirle nada –le respondió su amigo.
Ambos hablaban descaradamente, sabedores que ella no entendía absolutamente de su diálogo. Los dos lanzaban miraditas de vez en cuando, para disimular un poco, pero sus voces jamás bajaron a cuchicheo como se suele hacer.
¡Claro que le hablaría! Y en su idioma. Le diría “seño, ai lov llu”, respondió pronto el interfecto provocando las carcajadas de su amigo.
¡No te atreves! ¿Y qué tal si ella es franchute o de esas del norte de Euruopa?, respondió pronto el otro, entre risas.
Ella no es de esas, mírala. Aquellas son güerotas y grandotas y está es bastante flaca y chaparrita. No, ha de ser de los “yunaites”. Mírala, si tiene los ojos claros y está más blanca que mi papá cuando le dije que iba a dejar la escuela.
La plática siguió igual largo rato hasta que ella cerró el libro y pidió al chofer que parara en la esquina. Bajó presta y en cuanto vio arrancar el microbús, se echó a reír. Llegó a su casa llorando de risa, dispuesta a contar que habían vuelto a confundirla con gringa.

Navidad veraniega

EVA MA. PONCE

La familia tenía muchos problemas, el padre se había quedado sin trabajo y había muchas bocas que alimentar. Las perspectivas eran negras y la tensión y el miedo impregnaban la atmósfera. Llevaban casi cinco meses así y el dinero no alcanzaba.
Pero esa familia tenía algo muy especial y es que sabía enfrentar unida los problemas. Por ello no sorprendió el anuncio de la madre: “Será lo que Dios quiera. Pero nada de caras tristes, vamos a celebrar que estamos todos sanos y juntos”.
Y así, de la nada, unos comenzaron a limpiar y otros corrieron a la buhardilla donde se guardaban los arreglos de Navidad. Bajaron el árbol y las figuras del Nacimiento, colocaron el famoso disco de Ray Conniff sin el cual una verdadera Navidad era imposible.
No había dinero, así que no habría cena, ni regalos, ni adornos nuevos, pero eso no era obstáculo. No importaba que el árbol tuviera 20 años y que ya casi no le quedaran ramas, ni que las series funcionaran a medias. Todos corrían y reían.
Ese ajetreo fue de pronto interrumpido por el sonido del timbre de la casa. Quien tocaba era nada menos que el compadre favorito, ese que siempre llevaba dulces y pedacitos de queso en los bolsillos de su saco, ese que abrazaba fuerte y hacía cosquillas.
Por primera vez el sorprendido fue él. Vio aquella fiesta improvisada, habló bajito con los dueños de la casa y salió casi de puntitas mientras los chicos seguían bailando. Cuando lo buscaron, ya no estaba.
Menuda sorpresa se llevaron cuando a la hora lo vieron regresar cargado de refrescos, papas fritas y tres pollos rostizados. Claro que no iba a conseguir un pavo, ¡si apenas estaban en agosto!

Dueño de la vida

EVA MA. PONCE T.
“Señorita, yo no trabajo, yo me dedico a dar placer por la calle”. Con estas palabras comenzó su plática aquel hombre de aspecto jovial y desenfadado que, para sorpresa de la pasajera, no insinuó nada más.
Por el contrario, su charla dicharachera y alegre tomó un curso que ella no esperaba, pero que por varios días la dejó pensando y sonriendo.
No se asuste señorita. Le voy a explicar”, comentó raudo al ver la cara de sorpresa de su cliente, hace unos años, después de una temporada difícil en mi vida, organicé una reunión con todos los empleados de esta empresa... o sea, yo.
Entre todos decidimos que iba a haber un reacomodo de funciones. Por unanimidad y aclamación fui electo director general de la empresa, dedicada a dar servicios turísticos y especializados a clientes distinguidos, explicó.
Fue así como mi vida cambió. Ahora trabajo dando placer a otros. Yo no circulo por las calles llevando pasajeros, en realidad yo me dedico a pasear. Voy viendo esas casas con personalidad que hay en algunas colonias como Santa María la Ribera, San Rafael y la Roma.
Y era cierto, pues mientras el taxi avanzaba su conductor no dejaba de interrumpir su charla llamando la atención sobre detalles arquitectónicos, hermosos árboles o la gente en la calle.
Su disertación continuaba. La verdad es que no puedo tener mejor suerte. Me gusta tanto lo que hago que no debería cobrar. En realidad sólo acepto que me paguen en recompensa al único sacrificio que hago en este trabajo: levantarme temprano.
Levantarme cuando aún está oscuro y tener que dejar mi camita caliente es un martirio, pero a cambio veo cada amanecer, ya poca gente lo hace, todos se dedican a correr sin fin. Es otra de las cosas que me gustan de mi trabajo, desde mi posición de director general puedo ordenar a mis empleados que se detengan a ver la salida del sol.
La pasajera lamentó tener que abandonar ese taxi para continuar su jornada laboral, pero en su mente quedó aquella forma de ver la vida, cuando un sencillo taxista decidió convertirse en el dueño de su vida y sus sonrisas.

Sonidos olvidados de una ciudad

Eva Ma. Ponce T.

¿Recuerdas cuando ibas al parque o caminabas por una calle y desde lejos sabías que venía el heladero, por el sonido de las campanas que hacía sonar en su carrito?
¿O los sonidos del metal rechinando mientras uno se mecía en el columpio, giraba en la rueda, daba vueltas o subía al cielo en el balancín?
Muchos fueron los días en que odiamos al señor que vendía camotes, pues el agudo grito de su camión no dejaba escuchar ni nuestras maldiciones internas. Sobre todo desde aquel día en que desde la ventana superior le gritamos que callara y se fuera a hacer ruido a otro lado.
Han pasado más de 20 años y aún no se le olvida. Dos veces por semana se coloca bajo esa misma ventana y deja sonar su agudo aullido durante al menos 10 minutos. Ya sabe que no le van a comprar…lo hace para recordar quién tiene el poder.
Y todos callan cuando a lo lejos se oye el tañir de campanas. “Esperen, oigan”, alguien dice emocionado. La gente calla, sonríe y recuerda. Nadie puede evitarlo, las campanas siempre llevan a otros tiempos.
Aquellos cuando se podía escuchar a los pájaros cantar a todas horas, no sólo en las mañanas antes de que bocinas y pasos acallen su piar.
Cuando el globero hacía sonar su silbato y no había temor de dejar que los niños corrieran hacia él, lo rodearan y exclamaran maravillados ante los colores y las formas que subían hasta el cielo.
¿Qué decir de aquellas familias recién llegadas a la gran ciudad, que a las 9 de la mañana de cada domingo hacían sonar sus instrumentos , que no los tocaban, mientras recorrían las calles y tocaban cada timbre que a su paso hallaban?
Mucho se dice que los olores te llevan al pasado, que te hacen revivir momentos que el tiempo adormece y la memoria se guarda, pero siempre habrá un sonido qué extrañar.

La amenaza blanca

La amenaza blanca
Eva Ma. Ponce T.
Aunque su linda cara de abuelita bonachona no hacía temer nada de ella, era una amenaza y si no lo creen pregúntenle a quienes se olvidaron de sus canas para recordarle a toda su parentela cuando tenían la desdicha de topársela en su camino.
Ella manejaba su “Peloncito” como una extensión más de su cuerpo, sin recordar que otras personas apreciaban sus automóviles y sus vidas tanto como ella a su “vochito” blanco.
Ahorró muchos años para viajar a Tierra Santa, pero cuando logró juntar dinero suficiente, la Guerra del Yom Kippur trozó la vida de cientos de personas y sus sueños. Algo frustrada pero jamás conforme, ella anunció que con ese capital se compraría un coche.
“¡Pero madre, que tú no sabes manejar!”, clamaron sus vástagos. “¿Con tu edad ya para qué?, cuestionaron sus hermanas. “Mejor compra algo que sí vayas a usar”, la exhortaron sus amigas.
Sin embargo, ella porfió y se compró al “Peloncito”. Y a los 67 años aprendió a conducir. Eso sí, nunca hubo poder humano que le hiciera entender que el coche debía arrancar en primera ni que había varias velocidades. Para ella todo se limitaba a la segunda y, cuando no había más remedio, a la reversa.
Y se lanzó a la buena de Dios, con una oración en la boca y su atención en lo que pasaba frente a ella. Así cruzaba avenidas sin fijarse en los autobuses en contraflujo ni quién tenía el derecho de paso.
Apesadumbrada preguntaba porqué le gritaban y hacían señas si ella a nadie molestaba. Santa abuelita y más santos sus vecinos que la aguantaban.
En silencio lloró cuando sus hijos, en nombre del bien común le quitaron el coche. El riesgo era ya demasiado. Tenía 82 años y la humanidad peligraba. Con todo y sus plateados cabellos y sus dulces ojos azul cielo, sus descendientes y los de los demás lo agradecieron por siempre.

Lepra de película

Eva Ma. Ponce T.

En muchas ocasiones familiares, vecinos y totales desconocidos pensaron llamar alguna patrulla para darle un escarmiento que le durara al menos hasta el fin de semana siguiente.
El dueño del cine era quien más fobia le tenía en la colonia, sobre todo desde que un día lo atrapó junto a sus secuaces en una de sus tantas andanzas. Ellos compraron carne molida y se metieron a la sala y se sentaron en las butacas de atrás.
Cuando la película estaba en su clímax, se escuchó una serie de estornudos y una joven voz que exclamaba “esta lepra que no me deja en paz”. La mayoría siguió viendo el filme, pero en un sector la gente comenzó a agitarse y un grito femenino cimbró a la multitud.
Las entrañas de alguien quedaron derramadas en el suelo, los afectados gritaban que algo aguado, oscuro y maloliente les caía con cada estornudo y la gente comenzó a exigir que se encendieran las luces.
Los chiquillos pretendieron huir, pero los agentes de seguridad fueron más rápidos para detenerlos. Fueron hallados pedazos de carne molida lanzada desde atrás por los causantes de ese caos, quienes, con el paquete del alimento en las manos, no paraban de reír mientras sus víctimas describían el asco provocado por las municiones lanzadas contra ellas.
Sus padres fueron obligados a dar la cara por la caterva de malhechores. Y para variar, el nombre más repetido era el de Raúl, quien con sonrisa franca y desenfado absoluto admitía todo sin chistar, con la mente más en la próxima aventura que en el temporal castigo que se le venía.

Demonio mecánico

Eva Ma. Ponce T.
A nadie le sorprendía que apareciera. Ya sabíamos que cada semana haría una de las suyas. No. Lo que siempre estaba en duda era cuál iba a ser su nueva víctima.
El dueño de la casa atribuía sus problemas electrodomésticos a su “demonio mecánico” y aunque al principio la gente lo tachara de excéntrico, a la larga la realidad demostraba que alguna razón debía tener.
No había modo de justificar que cada ocho días se descompusiera algún aparato. La casa fue revisada y no tenía problemas eléctricos, pero nadie comprendía que la única forma en la que en ese hogar se pudiera ver la televisión era cuando se ponía en funcionamiento la secadora.
Nadie olvidaba aquella ocasión en la que, por falta de luz en la acera de enfrente, 20 vecinos se reunieron en la casa hechizada para ver el final de una telenovela. Las hijas del dueño estaban más atentas en secar ropa que en ver el programa, pues se corría el riesgo de que en el clímax, la televisión se apagara.
Y qué decir del complot de otro par de televisores que, el mismo día, a la misma hora decidieron dejar de sonar uno, y dejar de emitir imágenes, el otro. No hubo más remedio que ponerlas juntas y ver por una y escuchar por la otra.
Lavadoras, refrigeradores, modulares que prendían cuando querían, automóviles que no importaba si tuvieran 20 años o dos meses, había que darles una “ayudadita” para que encendieran.
Cada semana era un aparato diferente o dos, si el “demonio mecánico” estaba de buenas… ¿o de malas? Hasta que el dueño se mudó, Ahora se duda de si el diablillo habrá viajado en la mudanza o, peor aún, si lo habrá heredado a sus hijas. Espero no haber sido la elegida.

De paseo por el centro

Eva Ma. Ponce T.
Él no paraba de hablar, asombrado ante lo novedoso y extraño. “Me pintaré las puntas del cabello de ese tono amarillo que veo está tan de moda entre los chicos de aquí, a ver si así paso inadvertido”, exclamaba, para horror de su compañera.
“Huele a grasa, ha de ser porque en cada esquina tienen un puesto de comida”, señaló él mientras se dejaba llevar por su improvisada guía.
A la izquierda, el gran edificio blanco, hundido. Más al fondo, aquel palacio azul semejante a las construcciones de alrededor, pero del todo diferente. Elegantes esquinas, ventanas sugerentes, enormes puertas que ocultan patios y escaleras insinuantes. Todo se parecía a su terruño, pero el tamaño lo hacía distinto.
“Lo que verás enseguida es impresionante. Sólo hay plaza más grande en Moscú. Prepárate”, le advirtió. Él miraba al fondo y sólo veía un muro con pinta de cárcel.
Fue hasta que llegaron a la esquina cuando su mente se abrió a la par que su panorámica. La explanada inmensa cercada por sobrios edificios; campanas al vuelo y el cantar de chirimías y teponaztles acompañaba el murmullo de la muchedumbre.
Un golpe y un grito distrajeron su mirada. Un furioso joven en bicitaxi a gritos reclamaba a un anciano de andar cansado y mirada perdida, que aguantó sin replicar la andanada de recriminaciones que el improvisado taxista lanzó.
Y entonces surgió de la nada una retahíla de exclamaciones igualmente ofensivas, pero del todo risibles. El extranjero repitió palabra por palabra todos los “chidos”, “chales”, groserías y demás vocabulario local que aquel bravucón soltó, pero con un acento peruano imitando el sonsonete naco que enseguida generó la carcajada de los presentes. El anciano se fue riendo, el joven malencarado soltó dos improperios y se marchó, mientras los paseantes continuaron su tour.

Sacudidas mortales

Eva Ma. Ponce T.
Érase una vez que cierta chica que deseaba que la tierra se agitara para burlarse de sus vecinos que, cual manada de elefantes en tierras de ratones, huían despavoridos al menor agitamiento.
Pues hete ahí que un martes cualquiera, su mente se agitó. Comenzó con un ligero mareo y la recriminación por no comer cuando debía, hasta que oyó un canto de ángeles del más acá: "Está temblando, no se asusten".
La sonrisa podría haber confundido a seres más mortales cuando ella, como la heroína que decía ser, buscó a sus vecinos. Su vanidad aumentó a niveles insospechados cuando recordó a cierta jefa que moría un poco con cada sismo.
La luz huyó, un grito reprimido surgió y la ansiedad cruzó el ambiente. Nuestra supcrchica acudió pronta junto a la dama en peligro y la abrazó. En el camino, una niña de mirada temerosa y susurrante voz también la abordó. ¡Seguro tenía sensores para identificar superhéroes clandestinos!
Pero en forma proporcional al movimiento del suelo y los gritos, el miedo comenzó a corroerla. Al momento en que la tierra cesó de bailar, ella rogaba por vivir un día más.
Al regresar la electricidad se vieron pálidos rostros y los daños morales que un personaje jamás invitado provocó. Todos intentaban tranquilizarse, por lo cual nadie notó la vanidad destrozada y la humillación regada por doquier de quien en ese momento se conoció mortal.
Sólo ella supo lo que un temblor de 7.6 grados siempre ha sabido: que su aparición causa el deceso de los superhéroes y, más grave aún, que les da la peor de las muertes: la comprensión de su vulnerabilidad.
Desde entonces, la chica intenta pasar inadvertida para quienes tienen sensores de reconocimiento de heroicidad, para no tener que explicar que la tierra mató su fuerza.

Entre cantos y rugidos

Eva Ma. Ponce T.
Su casa era sitio habitual de reunión para los chicos, a pesar de que las mamás no confiaban en él. Formal y respetuoso con los adultos, su trato desparpajado y sus locuras le hacían el centro de plática en las reuniones.
No se podía dejar de comentar sobre su cachorro de león, que paseaba libre en el jardín. Menudo susto se llevaron los vecinos cuando una noche le oyeron gritar. Temiendo algo terrible, se asomaron a la ventana para descubrirlo medio ebrio, casi desnudo, con una silla y un cinturón en la mano, vociferando que había llegado la hora de domar al animal.
Los vecinos no paraban de reír al verlo tambalearse y golpear la silla con el cinturón, mientras el leoncillo bostezaba y volvía a echarse sin hacer caso a aquel tipo en calzoncillos.
Se rumoraba que era narcotraficante, que él administraba los "negocios" de la familia. Él jamás lo negó, pero tampoco dijo que sí. No le importaba.
De repente se le hizo costumbre contratar a un mariachi cada miércoles, de una a seis de la mañana y colocar a los músicos en una pequeña glorieta a mitad de la cerrada. Algunos decían que llevaba serenata a su vecina de enfrente, señora casada que a él le parecía exquisita. Como no podía abordarla, le cantaba desde lejos. Eso duró más de un año.
Cuando alguien le preguntó porqué lo hacía, él respondió que las noches del miércoles eran demasiado silenciosas y la calle estaba muy vacía.
Un día se supo que había muerto en un accidente vial. Su león se quedó en su rancho y la casa se la heredó a los mariachis. La gente lo extrañó.

Entre el viento y las “ramonas”

Eva Ma. Ponce T.
-“¡Ramona, ramona, cuidado con la ramona!”-, era el grito que daba el Bendito desde su privilegiada posición para que bajáramos la cabeza. Y es que a más de uno, distraído en chacotear, ya había recibido un golpe.
El chofer del camión de volteo en el que viajábamos avanzaba lo más rápido que podía rumbo al sitio de reunión, y se olvidaba que los de atrás no íbamos protegidos por las paredes del camión, pues además de su carga humana, transportaba metros y metros de soga que nosotros teníamos como encargo colocar y tensar por toda la ciudad, haciendo una valla por las rutas en las que pasaría el “papa-móvil”.
Nunca quedó más “ad hoc” aquella frase de “cada chango en su mecate”. Así viajábamos, subidos en toneladas de cuerda, sostenidos de las sogas y vigilándonos para evitar que cualquiera cayera, pues cada brazo era indispensable para hacer nuestra labor.
El temor de estrellarnos contra alguna rama (“ramona”, las más grandes) era infinitamente menor que el de subir algún puente, pues la sensación de viajar en la montaña rusa se quedaba corta cuando desde las alturas veíamos hacia abajo, con plena conciencia de que nos sostenía sólo un mecate que ni siquiera estaba amarrado a algo fijo.
El viento nos golpeaba, calando más al miedo que al cuerpo, con millares de focos a nuestros pies, que huían de la luz para encontrar seguridad mientras las gargantas gritaban, algunos ojos se cerraban con fuerza y los más osados abrían los brazos y reían sin parar. Ya en tierra, las voces subían, la tropa respiraba y el camión seguía en su rápido avanzar.
Los 14 tripulantes éramos un salpicado de condiciones unidos por la juventud y las ganas de aventura. Ocho scouts liderados por aquel cuyo nombre fue sustituido por su palabra más exclamada (“¡Bendito!”), dos guapos chicos de la “high” que arrancaban miradas y ocasionales piropos de las más osadas, tres “satelucos” y un paramédico “unido a la causa”.
En el trayecto, hubo que enfrentarse a policías que ningún caso hacían; a un taxista borracho que estampó su unidad contra nuestro camión, dando un tremendo susto a la chica que iba detrás, pues cuando sintió el golpe ella ya estaba en el suelo.
También fue necesario desatorar un camión cuyo travesaño quedó empotrado en un túnel del Viaducto; luchar contra recogedores de basura que competían contra nosotros para quitarnos las cuerdas y esconderlas en sus botes, y cuidarnos de las velas “voladoras” que la gente arrojaba sin más aviso que un sonoro “ahí les van”.
En nuestro loco camino también dormimos en un camellón y remolcamos otro taxi por no darnos cuenta que arrastrábamos un cabo, que se fue a enredar en las llantas del vochito, halado cual esquiador a merced de un lanchero atolondrado, hasta que nuestro chofer se dio cuenta, cortó la cuerda y siguió su carrera, dejando abandonado al infeliz.
Fueron cuatro días de enero de 1999 en los que recorrimos kilómetros y kilómetros, acompañados de cantos, risas, velas, lluvia, frío y los fugaces encuentros con el hombre venido de Roma.

Sólo quieren regresar

Judith García Aura

Después de dos años, Miguel volvió al mismo punto de partida: Estaba ahí, en la calle, con hambre y sin un peso en la bolsa. Pero, a diferencia, de aquella ocasión, ahora toda su familia compartía la misma suerte.
En diciembre del 2001, Miguel, junto con su esposa Esther y cinco de sus hijos, salieron de Teloloapan, Guerrero rumbo a la ciudad de México. Con una armónica en la mano, el joven fuereño pensó conquistar al mundo. Primero intentó en el metro, pero su falta de costumbre en este transporte, lo obligó a utilizar el medio que mejor conocía: las caminatas.
Así fue de restaurante en restaurante, pero pocos apreciaron su música. La gente, los comensales, aquellos igual que él, de piel morena, cabello lacio y estatura mediana, prefieren ignorarlo, no sea que su pobreza sea contagiosa.
Esther, cobijada sólo con una rebozo multicolor, extiende su mano a cuanto parroquiano se le acerca en la plancha del Zócalo Capitalino. Pero su intento no tiene mucho éxito. Entonces utiliza a sus hijos para pedir limosna. Así, los niños no mayores de doce años, que al principio corrían alrededor de su madre, ahora buscan con ese ímpetu a la gente.
“Deme dinero”, a penas se les escucha decir. Sus rostros de dolor, de cansancio, conmueven. Es el rostro de la pobreza y aunque no tienes mucho, regalas aunque sea una moneda. Sin embargo, no toda la gente es así, y los agrede: “quítense de aquí, ’ches indios”.
Hace dos años abandonaron Guerrero para no padecer hambre y ahora sólo quieren regresar para no padecerla más.

¡Usted, éntrele!

Emilio, es uno de los miles de taxistas pirata que circula por la ciudad de México. Pero, su situación no va a cambiar. Las autoridades de la Secretaría de Transporte y Vialidad (Setravi) de La Virgen, le condicionaron la expedición de la licencia.
Hace 10 años, Emilio tuvo un accidente automovilístico. Esa madrugada dijo que conducía en estado de ebriedad y perdió el control de su auto. Después, los recuerdos son vagos. “Una parte de mi cuerpo quedó prensada contra una pared en la calzada de Tlalpan. Llegaron muchas ambulancias... y cuando desperté en la Cruz Roja, ya no tenía mis piernas”.
El hombre de 48 años, comentó que tenía un buen puesto en una empresa refresquera y lo perdió. “Me ofrecieron darme una liquidación y la acepté. Con ese dinero pude pagar a un mecánico por mi rumbo, en la colonia Noria, delegación Xochimilco, para que adaptara el taxi”.
-Yo no quería ser pirata, señito. Pero, Dios de ésta –y besa los dedos en forma de cruz- que no me dejaron de otra. Cuando fui a gestionar mi licencia, el médico del módulo me dijo que para agilizar los trámites uno tenía que ayudar.
Sin decirle nada, metí la mano a mi bolsillo, saqué como unos 300 pesos y se los puse sobre su escritorio. El doc se me quedó viendo desconcertado. Por un momento dudé y pensé que había metido la pata. Después de unos minutos, me dijo: “Creo que no me entiende... Usted, éntrele... Pero no con esa cantidad. Si quiere que nos hagamos de la vista gorda de que no tiene piernas, tiene que pagar por lo menos diez mil”.

Gorditas de a kilo

GILBERTO QUIROZ
Sonó el timbre tres veces seguidas y yo ya estaba en la puerta. La visita esperada, mis amigos. Uno de ellos llamado Daniel se había comunicado media hora antes para saber si pasaban por mí para platicar o hacer algo. Era sábado y ese día, al igual que mis cuates, no trabajaba ni iba a la escuela. Ese tipo de reuniones se llevaban a cabo con frecuencia pero esa ocasión fue especial, no por las guitarras, sino por la cena.
Todos querían ir a Tacuba a comer los clásicos taquitos de pollo rostizado. Más tarde recorrer Reforma en una hermosa camioneta era la opción. A todos les gustaba ver a la Diana, pero esa vez, el padre de Arturo no accedió a prestar el medio de transporte. La razón para ir ese lugar era conseguir enamorados que busquen serenata para su novia.
Todos los planes fracasaron así que no quedó más remedio que ir a la casa de una señora que vendía comida. Hagamos algo diferente, dijo Daniel. Pidamos algo especial, agregó. ¿Cómo?, contestamos en coro. Con tranquilidad preguntó a la señora. ¿Cual es la gorda de chicharrón más grande que pueda preparar? De un kilo para ustedes, le contestó. Nuestro compañero entonces buscó dinero en su bolsillo y después pidió una para cada uno de nosotros.
El grupo era de cinco personas por lo que la orden tardó como dos horas pues no éramos los únicos clientes. Mientras tanto, tomamos las guitarras para cantar nuestras canciones acompañados por el resto de la clientela. ¡Qué noche! Las gorditas de chicharrón eran tan grandes que no nos alcanzaban las dos manos para tomarlas. Nadie se acabó ni la mitad de su ración.
A otro día los alimentos hallaron dueño en nuestras casas. Los familiares sólo alcanzaron a decir ¡Qué muchachos tan ocurrentes! Gorditas de a kilo. Lo que hacen por estar juntos.

Qué de malo tiene

GILBERTO QUIROZ
Mi primer beso fue algo muy tierno y también triste. Dicen que el amor duele y creo que quien lo dice tiene mucha razón. En ese tiempo iba en secundaria. Recuerdo muy bien esa noche. A pesar de mi edad me gustaba ir con mis primos a pedir calaverita el 1 y 2 de noviembre. Un día antes nos poníamos de acuerdo y para ello recibíamos la visita de una linda vecinita.
Le llevaba algunos años, pero me fascinaba. En alguna ocasión la miré con un vestido blanco hasta los tobillos. Se veía tan hermosa. Parecía una princesa. Una noche, la primera de ir a pedir dulces, entramos a la habitación de mis padres. No pude rendirme a sus encantos. Me hinqué junto a ella. “Eres tan lindo” me dijo y depositó sus labios sobre los míos. Fue un beso fresco que me hizo volar y estremecer. En eso, se abrió la puerta de golpe. Era mi padre quien, al ver la escena, la corrió a gritos de la casa.
Nunca regresó y no tuve la oportunidad de nuevo de tenerla cerca. De hecho mi padre al ver mi tristeza me pidió perdón por su actitud. Los progenitores de la chica se enteraron del escándalo y después fueron ellos quienes pusieron la barrera entre nosotros. Qué de malo tiene, era un beso, no era algo como para avergonzarse.
Los años pasaron y sigue siendo mi vecina. El tiempo dio la respuesta al fracaso de ese amor. Hace unos meses platiqué con ella y me dijo. “Sabes, eso ya pasó y sería imposible realizarlo porque somos primos”. Sólo me di cuenta de ello cuando alguien decidió decirnos la verdad meses después de lo ocurrido. Saben, fue lindo porque fue un amor correspondido aunque sea por un segundo. Lo que nunca olvidaré es cuando me espiaba. Como su casa es de dos pisos y la mía de uno, podía hacerlo. Lo tierno es cuando nuestras miradas se encontraban se ponía roja como un tomate. ¡Qué tiempos! Es preferible amar aunque sea por un instante.

No saben cuánto

GILBERTO QUIROZ PAREDES

Me da mucho gusto verla. No saben cuánto. La veo y mi corazón se pone alegre. Tan sólo su risa es especial pues le da un toque femenino encantadoramente irresistible. Sin embargo mis miedos afloran sin piedad. En otras ocasiones ya me había sucedido algo parecido. Por ejemplo, hace unos tres años conocí una chica de nombre Sol, de gafas y muy recatada. Era tierna pero de esas chicas salvajes que golpean el corazón de uno sin piedad.
Todos los días al llegar a mi trabajo pensaba en ella. Así empezaba siempre, con su imagen en la mente. Sólo de esa forma soportaba las injusticias laborales. Lo más hermoso de todo es que cuando conoció uno de mis ensayos se comunicaba conmigo diariamente para salir. Me decía por el correo electrónico: "estoy pensando en ti; llámame". Era hermoso sentir aquello. Resulta fascinante y estimulante que una persona con su simple presencia te anime a tanto.
Verla era un agasajo. No hubiera cambiado esa situación por nada. No lo habría hecho aunque me hubieran ofrecido millones de pesos. La razón, su imagen me alegraba y me hacía sentir vivo aunque ella no me pertenecía. El tiempo pasó y Sol mostró el cobre del que estaba hecha. Le pedí me acompañara al hospital para hacerme un chequeo de los ojos y me dejó plantado para siempre con esa idea. En realidad no estoy molesto. Nunca lo estuve aunque si me embargó la tristeza con su adiós. Mi consuelo es que una chica como ella no sale con alguien que no le guste y ella me eligió en algunas ocasiones.
En la actualidad acabo de conocer a otra chica. Tampoco tengo nada con ella y me hace feliz con su presencia. Se está repitiendo la historia pero esta vez mucho mejor. La muchacha es especial, pues tiene esa chispa que mueve a uno a hacer cosas en nombre del amor. Por cosas del destino la veo frecuentemente. Se que muy probablemente soy para ella indiferente e incluso raro, pues cuando mi corazón se entrega de esa forma me vuelvo un auténtico tonto. En fin, me da mucho gusto verla. No saben cuanto. La veo y mi corazón se pone alegre.

Ensaladas de fruta

GILBERTO QUIROZ

Miceto, ese es el nombre que le había dado. La paleta de corazón que me dio en ese entonces se acabó en unos segundos, pero quedó en mi alma para siempre. No la puedo olvidar. La relación fue como cualquier otra cuando la tuve, pero una vez perdida, me di cuenta del tesoro que se había ido de mi vida. El amor, eso era, y no lo quise admitir por mucho tiempo. Ella fue mi Luna y yo su Sol.
Todas las noches pienso en ella e imaginó que habría sido si nuestra relación hubiera llegado al matrimonio con un hijo. Hubiera sido bello, pero mis ansias de conocer y comerme al mundo en el terreno sentimental me pusieron una venda sobre los ojos. Tronó o terminó, como decimos ahora que somos mayores. Pero siempre queda algo. La última vez que nos vimos me dijo: “es que no te quieres comprometer con nadie porque empezaste tarde”.
Al escuchar esa última frase me dio gustó por que por fin entendió lo que siento. Sí, inicie tarde. Mi primera novia formal fue ella y yo ya pasaba de los 23 años de edad. El lugar de la cita era avenida Revolución y los transeúntes pasaban indiferentes. No se daban cuenta de la felicidad que me embargaba por estar una vez más con ella y saber que todavía puede haber algo entre nosotros. Alguien se acercó para conseguir un boleto del Metro y se lo proporcioné. Por eso te quiero, dijo ella. Siempre tratas de ayudar a los demás.
Fue una noche preciosa llena de café y ensaladas de fruta. Pero como todo sueño se acabó. Confió en que algún día rompamos todas las barreras que frenaron ese amor. Que podamos ser uno mismo. Es una propuesta que está en el aire. Algo que nos demuestre, aunque sea por un momento, que dos almas se pueden complementar en todos los sentidos para terminar en una explosión romántica.

¡Qué coincidencia!

GILBERTO QUIROZ

Caminaba hace un año a las dos de la mañana sobre Paseo de la Reforma cuando me encontré a un muchacho quien, al igual que yo, venía del trabajo. La plática surgió instantánea para hacer más amena la caminata. Durante la charla preguntó de una forma natural: ¿Crees en los fantasmas?
Le respondí que son pocas las cosas que he visto. Cuando trabajaba en la Feria de Chapultepec los actores de la casa de los sustos aseguraban que en ese lugar habitaba una presencia extraña. Eso ocurrió hace diez años y actualmente ninguno de mis compañeros sigue laborando ahí. Se me hizo extraña la historia. No es que no la creyera, sino que se me hacía increíble.
En ese entonces corría la versión de que uno de los trabajadores se había desmayado en la casa del terror. Era la hora de la salida y no aparecía. Lo buscaron por todos lados hasta que lo hallaron con temperatura en una de las “celdas de castigo”. Inmediatamente fue llevado a un hospital en donde le diagnosticaron intoxicación por picadura de insecto. Al recuperarse, aseguraba haber visto a un hombre decrépito y bajo de estatura quien lo llamaba por su nombre.
Con sorpresa mi compañero de caminata balbuceó que acababa de renunciar a pegar sustos a los visitantes de ese centro de diversiones. “Hace un par de meses laboraba allí. Debes saber una cosa. Han pasado diez años y los rumores sobre un duende siguen vigentes. Mi mejor amigo, quien aún labora allí, sufrió repentinamente una crisis nerviosa que lo dejó sin habla todo un día. ¡Que coincidencia!

Desencanto en Santo Domingo

GILBERTO QUIROZ
Vaya que si me costó trabajo hacer la tesis. Los trámites fueron engorrosos y, por si fuera poco, caí en las garras de gente poco responsable, los encargados de una imprenta cerca de Santo Domingo. Las órdenes de trabajo son tomadas por unos señores que se la pasan cazando a sus clientes ofreciendo precios muy lejanos a la realidad. “Como no, le cobramos tres mil pesos por 25 ejemplares y se los tengo en 48 horas. Más de 20 años nos respaldan. Le ofrecemos fotocopias de alta resolución y empastados de lujo”.
En realidad no fueron 48 horas sino más de 700. El precio no fue de tres mil pesos sino de cinco mil. Mis instrucciones no fueron obedecidas y me obligaron a pagar más dinero por sus errores. Las pastas quedaron chuecas al igual que las hojas. Muchas arrugadas, mal fotocopiadas y chuecas. Numeración incorrecta ¡Qué horror! Lo peor de fue pagar por adelantado y me dieron una nota que cualquier imprenta falsifica. Mi temor era que se tratara de una empresa fantasma pues el teléfono que me dieron no existía y no es una empresa formal.
Muchos cayeron en lo mismo. Recuerdo a una chica y su padre. Clientes a quienes ofrecieron tesis con grabados mal hechos. Es más, hasta pintura blanca tenían cuando las letras eran doradas. Desconcertados vieron su producto terminado. “Con tantita agua se le quita mi jefe y lo del estampado… nos falta el escudo de la escuela. La verdad ya no lo conseguimos”, dijo el vendedor. Lo más triste de todo es que se curan en salud. Calló unos momentos y luego continúo con su verbo. “La verdad nosotros no somos como los demás. Otros se quedan con los trabajos para venderlos a alumnos flojos. Pero, ¿sabe que?, el de usted nos lo vamos a quedar para nuestro catálogo”.
La verdad me entristece ese tipo de situaciones y sólo les pido que tengan cuidado. No les vaya a suceder lo mismo que a mí. Sería injusto que paguen justos por pecadores y hasta es un delito generalizar. Pero una vez más les ruego, tengan cuidado, mucho cuidado. Algunos en el portal de Santo Domingo se suelen pasar de listos con tarjetas que no coinciden con sus “notas de remisión”.

Doble decepción

GILBERTO QUIROZ
Hace tiempo que ya no la veía. Como muchas, terminó la relación con la promesa de regresar. Los días eran eternos sin su compañía, así que Carlos trató de dedicarse a alguna actividad. Ingresó a un grupo de esos que timan a la gente. Una empresa fantasma, a unos 15 minutos de Paseo de la Reforma. A él y a sus compañeros les dieron un curso de relaciones humanas y autoestima. Todo resultaba atractivo pero cuando les pidieron dinero para firmar un contrato de trabajo, todo se vino para abajo.
Antes de esa decepción laboral, Carlos se la pasó bien. Hicieron un concurso de creatividad. El ganador de un grupo de 200 personas se llevaría un trofeo y pensó, si me lo quedo, Mónica se va asentir muy orgullosa de mí. La desilusión hizo su aparición al darse cuenta que todo era una mentira. De hecho el premio ya se veía viejo por el paso del tiempo. Alrededor de 300 grupos ya habían luchado por él.
Les prometieron las perlas de la virgen. Ganarían mucho dinero pero tenían que hacer una inversión de casi cuatro mil pesos. Una chica lista, bastante activa, había llamado la atención de los “empresarios” y trataron de convencerla de unirse a sus intereses. Ella fue la que abrió los ojos a muchos de los presentes. Carlos, al verse en el engaño, se sintió mal pues ya había dado 500 pesos. Todo se derrumbó para él. El único consuelo era ver de nuevo a Mónica pero cuando lo hizo, ella ya andaba con otro.

Un nudo en la garganta

GILBERTO QUIROZ

La noche lucía tranquila. Llegó la hora de la cena y el noticiero. Sonó el timbre un par de veces. Mi tía salió a ver quién era y yo salí detrás de ella. Una familia aparentemente de escasos recursos se presentaba amablemente ante nosotros para pedirnos dinero. “Somos de Brasil. Venimos a la ciudad de México a probar suerte, pero nos fue mal y ni para el pasaje de regreso tenemos”.
Inmediatamente sentimos confianza. Llamó mi atención un niño de unos seis años. Insistentemente pedía un juguete, lo cual me desconcertó al principio. Mi mente se puso en blanco, pues no recordaba tener ninguno. Le dije que no tenía y el respondió: “Uno chiquito, no seas malo”. En eso, recordé el contenido de una caja de cereal. Sí, un sencillo carrito de plástico. Lo había conservado durante varias semanas. Lo busqué y se lo regalé.
La felicidad se reflejó en los ojos del pequeño y me hizo sentir un nudo en la garganta. La pobreza, qué triste. Cómo algo tan simple le podía dar tanta alegría a un niño. Me sentí mal. Hubiera deseado tener un juguete mucho más grande para dárselo. En eso, mi tía regreso a la puerta para entregarles un poco de dinero. Ellos nos agradecieron infinitamente para después marcharse.
Pasaron los días y un evento tan peculiar pasó al olvido. Mi vida continuaba agitada entre la escuela y el trabajo. Pasaron algunos años y la experiencia quedó guardada en lo más profundo de la mente. Poco tiempo después, me propuse escudriñar en mi cerebro alguna buena anécdota y recordé a aquel pequeñito que me decía con mucha impaciencia “Uno chiquito, no seas malo”, me quiero llevar algo de tu país al mío.

¡Qué contradicción!

GILBERTO QUIROZ

Una de las pocas profesoras que tuve en la carrera de periodismo dejó profunda huella en mí, pero no por lo guapa ni lo interesante de sus clases, sino por su conducta. Impartía lecciones de ética periodística y debatíamos temas que iban desde la muerte de la princesa Diana de Gales hasta la concepción periodística de Paty Chapoy. Leímos el código de ética periodística de España y nos pareció uno de los más rigurosos.
La maestra era agradable, pero mostraba constantemente su descontento con la situación académica del plantel. Presenté todos los trabajos los cuales calificó de muy buenos. Todo marchaba perfecto y mis pronósticos eran de acreditar la materia por lo menos con nueve. Me gustaba entrar a su clase, pues, como tenía una voz fuerte era imposible distraerse.
La maestra me tomó especial afecto al conocer mis habilidades con la guitarra. Recuerdo muy bien ese día. En ese entonces, entonaba un bolerito cuando ella entró, inmediatamente yo callé, pero me solicitó continuar. Disfrutó del momento y luego todos me dieron un aplauso, el único de tipo multitudinario que he recibido en mi vida. En fin, momentos inolvidables.
Al final de cursos, la imagen que tenía de la profesora se desplomó. Dedicó una clase a hablar sobre la mala calidad de la educación en la carrera y solicitó firmas para destituir a determinados catedráticos. Las ideas son respetables, y quizás tenía razón en algunas cosas, pero yo no participé de su juego.
Dijo que no habría represalias pero nos comprometió a apoyarla. Desde luego, su petición ponía en riesgo nuestro futuro en la institución, pues al recoger las firmas, sin duda, algún tipo iría con el chisme con alguno de los afectados cerrándonos muchas puertas, entre ellas las de la titulación. Total mi calificación bajó estrepitosamente después de ello y a la maestra no la volví a ver. Impartía ética. ¡Qué contradicción!

Paleta de corazón

GILBERTO QUIROZ PAREDES

Salíamos de la escuela. Ella era mi novia y estaba muy orgulloso de ella. Miceto, le llamaba como recordando el “Idem” o “dido” que contestaba Sam Wheat a Molly Jensen para demostrarle su amor en la trama de la película Ghost. Ese era el acuerdo para demostrarle mi cariño en situaciones difíciles. Cuando escuchaba esa palabra se derretía en abrazos y caricias.
El tiempo de nuestro romance fue de estudiantes y el dinero casi siempre era insuficiente incluso para comer pizza, un helado o ir al cine. La declaración de amor fue sobre una banca de la escuela. Tres semanas sin sosiego en ningún lado. En lo negro de tus ojos me perdí. Esa era la canción que mi amigo el locutor y cantante Cruz Mejía me ayudó a componer para darle serenata.
Un amor desinteresado de su parte. Con decirles, una vez por no comer y estar juntos nos quedamos dormidos en las banquitas del pasaje Zócalo-Pino Suárez. Primero, ella se recargó sobre mi pecho y cerró sus ojitos. Después, el que despertó en sus brazos fui yo. Fue curioso, primero a ella la venció el sueño y después a mí. Cosas del destino, del amor o de la vida. A otro día amanecí con un intenso dolor de encías y mi médico me dijo que era por la malpasada.
Lo más bello fue nuestro primer 14 de febrero. Una paleta de corazón fue el regalo. Tan metidos contemplándonos uno al otro no nos percatamos de que un sordomudo había dejado un par de dulces sobre nuestras mochilas. ¿Cómo nos habría visto al pasar a recoger su mercancía o dinero que optó por no recoger sus paletas? Tiempo después vinieron problemas y nuestra relación se vio bruscamente interrumpida. Ahora tenemos caminos diferentes. La luna y el sol han podido vivir el uno sin el otro.

¡Qué infamia!.

GILBERTO QUIROZ

Debo decir que suelo correr por las mañanas para no dejar de hacer ejercicio por completo. Uno de esos días, para ser franco ya no recuerdo la fecha, pasaba por un jardín mirando para todos lados a fin de evitar a los perros que desde pequeño me han infundido miedo. De pronto, apareció un señor con su mascota, era un animal enorme e imponente a primera vista. Resoplaba desesperado buscando algo entre los matorrales.
Por instinto o reflejo me escondí atrás de una banquita. Dicen que el pánico paraliza los reflejos y hace que uno haga muchas tonterías. El perro no me hubiera atacado pues iba custodiado por su amo. ¿Qué pasa Satanás?, ¿Qué has hallado?, preguntó impaciente el dueño de semejante "fiera". No le quedó más remedio a ese señor que seguir las pistas, así que se inclinó para observar hacia el punto que le indicaba el animal. Comenzó a temblar y se le quebraba la voz al tiempo que tomaba un bulto entre las manos. Pensé, ¿Será droga? El llanto de un niño interrumpió mis pensamientos.
"Un recién nacido tirado en un bote de basura, ¡Qué infamia! Pobre. Debes tener frío, te llevaré conmigo y avisaré inmediatamente a las autoridades". El miedo que sentí se evaporó y corrí hacia el bebé. El señor no se espantó a pesar de mi sorpresiva llegada. "Lo que son las cosas de la vida, mi perro entrenado para matar salva la vida de un pequeñito, esto lo tendrá que saber todo el mundo". Tenía tiempo, y como situaciones así no ocurren a diario, lo acompañé a levantar el acta. Posteriormente los medios de comunicación hicieron el resto.

La chica de al lado

GILBERTO QUIROZ

Viajaba sola con una cajita. Tenía los ojos cerrados pero sus mejillas fueron testigo de su tristeza al recibir una incontenible lágrima. El camión seguía la lenta marcha a consecuencia del tráfico sobre Periférico. Tragué saliva y proseguí la lectura de mi libro. En eso, el chofer aceleró y sentí un ligero vértigo. Me dio la falsa sensación de que nos desplazábamos en reversa.
Observé de nuevo a la chica de al lado. Esta vez tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida. Su pesar parecía no tener límite y la cajita aparentemente era el motivo de su dolor. Pensé en la posibilidad de que fueran las cenizas de un ser querido, y no pude evitar recordar la muerte de mi madre. De pronto, el conductor de la unidad preguntó a su copiloto ¿cómo te ha ido con la mujer que se parece a la Diana de Reforma?
Respondió inmediatamente. “La chica me buscaba para vernos y a la fecha no puedo recordar alguna cita en la que no terminara comprándole algo, independientemente de invitarla a comer. En fin, el último día se la pasó hablando de los pretendientes que le gustan. Se refirió a uno en especial del que dijo: ¡Lástima que él no cayó en mis garras! Entonces pensé que por lógica yo era el único imbécil que sí lo hizo. Le pregunté que si yo también le agradaba, y tajantemente dijo que no. Me percaté de que me vio como signo de pesos, pues un cariño sincero nunca pide cosas materiales, y de no ser que me hubiera enojado por el comentario, hubiera terminado prestándole dinero”.
El chofer dio un brusco giro. Tuve que detener a la chica de al lado para que no cayera. Entonces el conductor vociferó contra las mujeres. “Te dije que no gastarás de más en ellas, no lo merecen, o te quieren a ti, o a tu dinero”. Pensé que era excesiva la reacción del conductor pues no todas las damas son iguales y confirmé mi opinión cuando me percaté de que la chica de al lado buscaba algo desesperadamente. No resultaron ser cenizas, era un anillo, tal vez de compromiso. Cuando logramos rescatarlo ella lo apretó fuerte contra su pecho.

Les vas a encender el fuego

GILBERTO QUIROZ
Era 15 de mayo de 1994, hace diez años. La banda y yo habíamos trabajado demasiado en adaptar nuestra alcantarilla. Estábamos muy molestos por culpa de la agobiante chamba así que salimos al terreno baldío de enfrente para jugar un ratito con nuestro bote. Lo pateábamos como los jugadores que la gente de dinero ve en la televisión. Poco a poco nos fuimos cansando y decidimos entrarle al “botecito”.
El cansancio hizo más mella en mí y estaba muy inquieto. De pronto, sentí cómo algo se me subía impidiéndome ver, respirar, sentir; pero no moverme y gritar, tal cual si tuviera una enorme piedra sobre mi pecho. Pensé que me aplastaría. Se escucharon entonces más voces y ruidos. Total, mis compañeros fueron amarrados con gruesos lazos. Maldita droga, no me dejó ni mover para hacer algo por ellos.
Los rivales eran unos asesinos. De entre ellos, uno llamó mi atención. Alguien nos defendió a lo que respondieron con amenazas de muerte. En eso, otro bañó con gasolina a quien protestaba. Al sentir el líquido sobre su cuerpo se estremeció por el terror y se retractó de lo dicho. Luego le contestaron, “tú les vas a encender el fuego. Tu consuelo será que van a dormir bien calientitos”.
El calor de un encendido cerillo cerca de su rostro lo amedrentó más. Se puso tan nervioso que se orinó de miedo. Mis compañeros, por su parte, seguían hundidos en un sueño tan pesado, no se habían dado “cuerda” de lo que estaba pasando. Comenzaron a bañarlos a todos con gasolina con el fin de quemarlos vivos y ellos seguían inconscientes. Una caja de fósforos se volvía a abrir. Después, una patrulla terminó con la pesadilla.

Palomita

GILBERTO QUIROZ

Juanita la Chiquita, nombre artístico para una excelente artista y poeta del Valle de México. ¡Cuánto aprecio profesa a sus semejantes! A través de su palabra deleita y con la voz hechiza a los paseantes del Jardín de la Diana, en Tlalnepantla. Esa tarde, decenas de personas estaban atentas a un evento dominical cultural y musical.
Con un poco de nervios la mujer declamó a la concurrencia. "Cual asustada niña se encuentra tu alma cautiva. No necesitas decir palabras, pues a fuerza de callar, en tus ojos se adivina la condición de tu alma. Ensancha tu pecho vida mía y aunque sientas quebrarse tus alas, terminarás el encierro y agonía. Vuela hasta sentir tocar el cielo y no te detendrá nada. El viento acariciará cada una de tus plumas, elévate alto hasta sentir desintegrarse las nubes ante el paso de tu noble alma por fin libre, avecilla adorada".
Al concluir el discurso, las palomas en el jardín levantaron el vuelo ante la mirada incrédula de los paseantes. Pareciera que los pensamientos causaron efecto en ellas pero en realidad fue un niño quien las espantó al tropezar cerca de ellas. Claro, es imposible que algo que ya es libre anhele la libertad.

Cada día se me hizo eterno

GILBERTO QUIROZ

Caminaba frente al Palacio de Bellas Artes, cuando un hombre entrecano, con una libreta bajo el brazo, se acercó y me dijo: “Amigo me acaban de asaltar al subir a un taxi y me quitaron todo el dinero que traía”. Al verlo me inspiró confianza, por lo que no dude en regalarle diez pesos. Como respuesta me enseñó uno de sus apuntes y con la mirada me pidió que lo leyera.
“A veces pienso que te estoy olvidando. Mas de pronto llega tu imagen y te recuerdo. Escucho tu sonido y reinicia mi sufrimiento. El Sol, la lluvia y el viento; los lugares, las gentes, los comercios; aun los sitios que no recorrimos juntos me hacen acordarme de ti. Y no son esas cosas las que me atormentan, es mi alma que de ti se quedó llena, pues aun ante el espejo, no es mi imagen la que veo”.
Al concluir la lectura, además de su desesperación, pude ver melancolía. Con voz baja relató su historia. Sabe, joven, acabo de regresar porqué no pude aguantar estar lejos. Gané algún dinero durante los últimos seis meses en busca de una mejor vida. Fui a Estados Unidos y cada día que pasé ahí se me hizo eterno. Por eso no puedo evitar escribir para sentirme tranquilo.Amo la ciudad de México, pues aquí nací, y prefiero seguir careciendo de muchas cosas, pero nunca volver a cruzar la frontera. En eso, me dio las gracias y continuó su camino. Sentí impotencia de no poder ayudarle mejor, pues llevaba únicamente el dinero indispensable para regresar a casa. De repente alguien me llegó por la espalda. ¡Ya llegué! ¿No me tardé, verdad?

La dama de Reforma

GILBERTO QUIROZ

Cansado, ya en mi transporte y leyendo una revista sobre Paseo de la Reforma, escuche el siguiente diálogo: “¡Qué hermosa es esa vieja! Todo el día parada ahí como Dios la trajo al mundo. ¿No le dará frío? ¿No le dará vergüenza mostrar sus encantos a todos los automovilistas y peatones de esta ciudad? De muy buena gana me la llevaba a mi casa y después… mejor no te digo, compadre”.
Al escuchar los comentarios imaginé a una mujer bonita en minifalda esperando su transporte. Cabe recordar que los conductores de microbús y sus “copilotos” suelen lanzar piropos a cuanta bella dama se les cruce en el camino. Sorprendido mire a mi izquierda y observe a la majestuosa mujer. Miraba hacia lo alto sin inmutarse ante lo que ocurría a su alrededor. Cuanta seguridad irradia.
¿Sabes a quien se parece? Le dijo el chofer a su acompañante. A esa novia que tienes en el Valle de México, ¿cómo se llama? Ah sí, como olvidarlo: Leticia Salazar. El copiloto se puso colorado como un jitomate y un efímero silencio vino después. Ese nombre, como olvidarlo, conozco varias chicas que se llaman Leticia, pero algo diferente debe haber en esa mujer para ser comparada con nuestra Diana de Reforma.
Mis pensamientos se esfumaron por unos segundos al ver a un grupo de personas subir a la unidad. ¿Cuánto es a Ciudad Satélite?, dijo uno de ellos. Cinco pesos de cada uno, respondió el conductor. El singular momento había pasado y en mi mente sólo quedaron dos ideas: primera, la Ciudad de México esta viva y como influye en la vida de quienes la habitan; y segunda, cómo estoy orgulloso de ella.

La colina de los desamparados

GILBERTO QUIROZ

"El aire es frío y húmedo, me pega en la cara, no con furia pero sí con un insistente hedor de indiferencia, siento como si me abriera la piel. El hambre no me deja, pero sé muy bien cómo apagarla. Busco en mis bolsillos y encuentro todavía un ‘toque’ que debo guardar para cuando mi deseo sea más grande que la voluntad.
"Debería caminar derecho por esta calle, tal vez así llegue más rápido a mi destino. Algo dentro de mí dice que eso es lo correcto, eso es lo que debo hacer, a pesar de que los demás piensen lo contrario por verme caminar contra ellos y no con ellos.
Paulo viste ropas tan sucias que es imposible discernir el color que tenían cuando alguien las confeccionó. Sus ojos son tristes, pero en el fondo reflejan una chispa de superación. Es como si en su retina se vislumbrara un poderoso hombre de negocios, un abogado, un médico o un astronauta.
Con cada paso Paulo, las ideas se le atropellan en la mente. Su andar se vuelve torpe y autómata. Quizás la única parte de su ser que no se inmuta sean sus negros y revueltos cabellos. Ni el viento los mueve pues son tan chinos que asemejan una fibra negra sobre su cabeza.
El cielo da la impresión de que se soltará a llorar de una manera triste e incontenible. Pero ese ambiente no es nada comparado con lo que siente Paulo en ese corazón que, a pesar de su amarga vida, sigue noble y firme.
"La ciudad tiene un nublado que, pero la gente parece indiferente. ¿Acaso son de piedra?, ¿Acaso están muertos?, ¿Seré yo el que soy tan diferente? No lo creo. Me inclino a pensar que mi necesidad de ser feliz es lo que me diferencia del resto de esta gente".
Paulo tropieza con un pedazo de concreto que sobresale. Cae al piso y una de las personas le grita, al mismo tiempo que lo patea furiosamente hacia adelante, "quítate del camino mocoso apestoso". "Vaya, al menos responde para aventarme hacia su dirección, todos caminan muy rápido. ¡Están vivos! ¡Qué grata sorpresa!". Las lágrimas asoman a los ojos de Paulo, pero las limpia con sus manos llenas de mugre y aparece una estela negra que le cruza de una mejilla a otra.
"Yo estoy fregado pero vivo mi vida, mi tristeza y mi esperanza. Las disfruto a cada momento, no quiero pensar en el mañana como algo muy dulce y deseado".
Con sus quince años encima y su inseparable libro de filosofía bajo su brazo, Paulo se perdió pensativo por las calles de la ciudad de México.

Carrujo

GILBERTO QUIROZ

Mongol salió corriendo. Tanta violencia para atentar contra la vida de un ser humano resultó demasiado para él. Se metió a la estación del metro con una idea fija en su mente, morir, por lo que sin pensarlo se arrojó a las vías del Metro. En eso, llegó un amigo suyo y no pudo evitar llorar al llegar demasiado tarde. Todo fue muy rápido. La causa, una riña callejera en un lote baldío que lo llevó al borde de la desesperación.
Pantera había observado todo a distancia. Después se alejó del lugar con la intención de buscar a quien le salvará la vida cada vez que estaba en peligro, Lilio, integrante de los Munras. Necesitaba que le prestara dinero para comer algo. “¡Dios, qué dolor en la panza me cargo! El buen chico buscó droga en sus bolsillos. El carrujo lo encontró rápido. No hubo necesidad de una gran faena. Al intentar encenderlo, su cerillo se apagó con una ráfaga de viento que trajo consigo un veloz auto.
La desesperación se pintó en su rostro. Comenzó a sufrir calambres en todo el cuerpo. Realmente no estaba grave, su mente era la que originaba su pánico. Si una simple nausea lo atormentaba, qué pasaría si le entraba a las drogas más fuertes. Quizá su organismo no lo resistiría. Por fin pudo encender su carrujo, amenazó para tal fin con una navaja al taquero de la esquina, el pobre señor asustado accedió a prestar un encendedor.

Monday, January 24, 2005

De sabor naranja

Eva María Ponce

Ellos no tienen siete vidas. Todas esas y más las han usado ya y siguen arriesgándose a establecerse en el mismo sitio sólo para ganarse unos cuantos pesos. Hasta parece una provocación, a ver quién puede más si la muerte o la suerte.
Cada mañana los dos hombres estacionan su camión lleno de naranjas e instalan un pequeño puesto en la esquina de Patricio Sanz y San Lorenzo. Los vecinos se asombran de que no hayan abandonado ese lugar, que parece maldito.
Y es que al menos dos veces a la semana, en ese preciso cruce, conductores ebrios, confiados o ignorantes que suelen creer seguras esas calles de la colonia, son actores de una trama ya muy vista.
Los vendedores son siempre los primeros en ver venir el choque y sobre sus frutas han quedado más de un coche golpeado y volteado, pero ellos siempre han salido indemnes. La gente apuesta sobre si sus itinerantes vecinos han sorteado el peligro o si al fin su terquedad les ha cobrado la factura.
Tal vez esos ambulantes prefieran contar de la vez que un “vochito” quedó llantas para arriba y cómo vieron salir a ocho maltrechos y apretados jugadores de futbol americano que al grito de uno, dos tres, colocaron de nuevo el vehículo sobre sus ruedas para volver a seguir su alocado camino.
También puede ser que deseen olvidar los alaridos de una mujer que pedía auxilio para ella y sus hijos. Y seguro que ni sabrán decir cuántas veces tuvieron que dar detalles a policías, agentes de seguro y paramédicos de los pormenores de accidentes que desde su “privilegiada” (¿o deberá escribirse privilegiada?) tribuna vieron.
Se suele decir que malo será cuando no se vea más jugo de naranja en las calles y a los dos buhoneros vendiendo a curiosos, accidentados y servidores públicos, pues parecería que la suerte ha decidido cambiar de esquina y buscar nuevos testigos.

Caída libre

Eva María Ponce

El sueño comienza a volverse realidad en el camino, cuando luchas contra las ilusiones para no atragantarte con el momento.
Al llegar al aeródromo, lo primero que hacen es darte un breve curso. Las risitas nerviosas no faltan, al igual que las caras de “what”, aunque esas son más por culpa del instructor, un británico que sólo sabe decir en español: perfecto, levanta las piernas, saca la pelvis, ¿cómo estás? Lo básico.
La lección dice: subes al avión, te sujetan al cinturón del instructor, al llegar a la altura adecuada, sacas de la nave los pies, levantas la barbilla, doblas las piernas y te dejas empujar. Son 30 o 35 segundos de caída libre. Luego el instructor abrirá el paracaídas y uno sólo debe disfrutar el paisaje.
El aterrizaje es más complicado. Te recargas en el instructor, levantas las piernas, al rozar la tierra intentas "correr" (difícil acción si vas casi sentada en las piernas del experto) hasta que te diga "alto".
Primero fue necesario buscar un traje adecuado, todo un reto debido a mi compacta complexión. El elegido fue uno amarillo y negro, raspado, remendado y percudido; debieron doblarle las mangas cuatro veces, pero yo me sentía cual caballero recién armado.
Antes de subir a la aeronave, el instructor te sujeta a su arnés, repite los movimientos aprendidos y te deja suspendida, colgando de su cinturón, con las piernas estiradas entre las de él. Un bebé en bambineto desfondado.
Y llega el momento de abordar. Ni abróchense los cinturones ni nada. Te sientas en el piso, frente a unos ojos azules que poco entienden, pero todo ven.
Veinte minutos de tensa emoción. La sonrisa surge cuando ves al instructor colocar los seguros y apretar aún más el cinturón. La puerta se abre y el aire golpea. Te sientas en la orilla de la nave y en una exhalación, ¡eres libre!
Olvidas dónde están el cielo y la tierra, caes, giras rápidamente. Sola, en la nada y frente a todo.
Luego el experto abre el paracaídas, y sin ningún jalón comienzas a flotar. Al jalar una cuerda, giras en un movimiento que primero marea y enseguida disfrutas. Vueltas y más vueltas. Ya se ven animales, carros, gente. El suelo aparece a detalle.
Llegó el gran final. Los cuerpos se alinean al campo de aterrizaje, batallas con el viento. “¿Lista? Levanta las piernas”, oyes decir. La tierra se acerca vertiginosamente. “¡Corre, corre... levántate!”, te gritan. Todo se detiene en un súbito final.
Y luego el abrazo, los agradecimientos, las risas, las ganas locas de gritar, bailar y de nuevo subir al avión y a esas alas de cuerda y tela. Volver a saltar.¡Qué bueno que soy pobre! Porque si no, cambiaría el microbús por un paracaídas

Siempre estuvo ahí

Efraín Salazar

Puntual, glamorosa, bellísima.
Su encanto desbordaba los límites del encierro artificial de esa ventana con vista a Río San Joaquín y sonriente me veía llegar todos los días, excepto los sábados, cubierta sólo por esa ropa íntima de encajes en lencería brillante.
Dientes perfectos.
Busto generoso sin de llegar a la exageración.
Cuello de cisne.
Pero sobre todo la sutil invitación en sus ojos profundos y misteriosos.
Detrás de ellos siempre imaginé el espacio -playa, bosque o habitación-, colmado de delicias.
Mujer de ensueño, angelical, hacia la que diariamente conducía sonriente sin importar el infernal congestionamiento del periférico que debía atravesar desde Las Torres de Satélite hasta el entronque con esa arteria esclerótica que penetra al Distrito Federal por Azcapotzalco, desde los límites de Naucalpan, a la altura del Toreo de Cuatro Caminos.
Pero un día, al llegar, no estaba.
La ventana aparecía vacía, sin la vida que por segundos nutrió mis sueños de varias semanas y maldije mientras un golpe de tristeza me invadía el alma.
Había desaparecido esa enorme fotografía publicitaria de ropa de mujer y en su lugar sólo habían dejado jirones de papel muerto.
Empleados del gobierno local desmontaban la base metálica.
Se la menté a López Obrador y a su programa de retiro de anuncios espectaculares.

Los fantasmas de la ciudad

Judith García Aura


Todos los días nos topamos con ellos y ayer no fue la excepción. Justo en la esquina Guerrero y Eje 1 Norte, de aquel ejército de niños de la calle, se acercó el más chiquito, aquel que no podía disimular los estragos del hambre.

“Denme una monedita”, dijo con timidez y estiró su mano.

Su apariencia impacta: un metro de altura, quizá; moreno, cabellos alborotados y tiesos y ese insoportable olor que emana de su cuerpo. En el primer momento no hay una respuesta... Vacilas...

El chiquillo vuelve a insistir y de entre sus bolsas del pantalón saca un trapo y hace un intento para limpiar los zapatos de mi acompañante. Da pena su humillación... ¡No lo hagas! Es lo primero que se ocurre decir.

Así tan cerca, puedes observarlo con mayor detenimiento. Su ropa no solamente le queda chica, también sus tenis.

Después de unos minutos de conversación, el niño dice llamarse Juan, vive en una jardinera con sus amigos. Con cajas de cartón se cubre de la intemperie. Desde chico, comenzó su travesía por el mundo, viajando con una armónica en el metro. No tuvo éxito. Era malo para tocarla. Después, conoció a César y se fue a las esquinas a hacer piruetas. De su familia no tiene ningún recuerdo.

A lo lejos, sus cinco compañeros nos vigilan. La luz del semáforo se vuelve a poner en rojo y sin decir más Juan corre entre la larga hilera de vehículos sobre la avenida Guerrero. Y así desaparece entre las calles de la ciudad...

Cerca del hampa

Gilberto Quiroz

Tranquilo y ajeno a la delincuencia, así he vivido durante mucho tiempo. Las noticias dan a conocer hechos de sangre y violaciones en microbuses que son el pan de cada día. Pero yo ajeno, pues nunca he pasado por nada similar. Cuando viajo en las calles estoy seguro de que no pasará nada y me dedico a observar la belleza de esta ciudad.
Sumergido en mis pensamientos, subió un tipo al transporte y comenzó a gritar: “quiero billetes, quiero billetes hijos de su tal por cual”. Cuando me di cuenta había una pistola debajo de una playera, que inspiraba todo el temor del mundo y quedó la interrogante al aire. ¿Realmente será un arma? Todos petrificados por el miedo, quizá pensaron lo mismo.
En tan poco tiempo, es más, en unos segundos vi correr mi vida desde mi infancia hasta el último segundo de mi existencia. El coraje me embargó y comprendí en carne propia porque algunas personas han querido hacerse justicia por su propia mano. Yo, una persona tranquila que siempre criticó la violencia, sentí unas ganas enormes de propinar un castigo al que pretendía despojarnos de nuestras pertenencias.
Bajó rápido, su cobardía ni siquiera la permitió recoger el dinero que exigió a punta de pistola. Se alzó una voz segundos después. El chofer estaba asociado con el ladrón. La gente volvió la mirada para ver quien hizo esa acusación y exigieron al chofer detenerse junto a una patrulla. La única pista fue una bolsa de basura, pero la esperanza de hallar al agresor se esfumó al percatarnos de que sólo era una forma de mantener la puerta trasera abierta del microbús para poder escapar.
Los policías sin decir palabra desviaron de curso al transporte y dijeron: “vamos a la delegación”. Automáticamente todos se pusieron de pie y dijeron: “no tenemos tiempo, tenemos que llegar a trabajar”. Y así la impunidad volvió a hacerse patente. Ahora ya comprendo, la inseguridad es algo real que debemos combatir para ya no vivir en una selva de asfalto.


 

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